Fiestas

Fiestas en México en México

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Fiestas

Los mexicanos suelen decir: somos muy fiesteros, «disfrutamos de una buena fiesta», opinión que se hace patente en el gran número de fiestas y ceremonias que abarrotan su calendario. A estos actos públicos hay que añadir las celebraciones familiares privadas en las que se expresa el mismo entusiasmo por la vida.

El célebre escritor Octavio Paz ha puesto, como tantas veces, un dedo sabio en el pulso nacional mexicano cuando escribió en 1959 que las fiestas son «nuestro único lujo. Sustituyen, y tal vez aventajan, al teatro y a las vacaciones, a los «fines de semana» anglosajones y a los cócteles, a las recepciones burguesas y al café mediterráneo…

Lo importante es salir, abrirse camino, embriagarse de ruido, de gente, de colores. México está de fiesta. Y esta fiesta, atravesada por el relámpago y el delirio, es el opuesto brillante de nuestro silencio y apatía, de nuestra reticencia y melancolía.»

El hecho de que una fiesta relacionada con los muertos sea una ocasión alegre quizá nos parezca algo difícil de aceptar a los que venimos de otras culturas con nuestras diferentes percepciones. El Día de los Muertos es precisamente eso: una fiesta de bienvenida a las almas de los muertos que los vivos preparan y disfrutan. Las almas regresan cada año para disfrutar durante unas breves horas de los placeres que conocieron en vida.

En el entorno urbano de Ciudad de México y otras grandes ciudades la celebración se ve en su máximo esplendor, con figuras de calaveras y esqueletos por doquier. Éstos imitan a los vivos y se divierten en una burlona y moderna danza de la muerte. No es de extrañar que una ocasión tan vistosa se haya convertido en un acontecimiento turístico. Otro célebre autor mexicano, Carlos Monsiváis, nos cuenta que en Mixquic, un pueblo cercano a Ciudad de México, y en Pátzcuaro, en el Estado de Michoacán, ambos famosos por sus celebraciones del Día de los Muertos, las cámaras fotográficas han llegado a superar en número a las velas en los cementerios: «Kodak se apodera», y «México ha vendido su culto a la muerte y los turistas sonríen antropológicamente saciados» (Monsiváis: 1970). Los muertos se mueven con los tiempos en México.

Sin embargo, no muy lejos de las rutas turísticas hay otro México. En las zonas rurales, en cada pueblo o pequeña ciudad, el Día de los Muertos se celebra más allá del brillo de los flashes y del ruido de las cámaras de vídeo. Cada hogar prepara su ofrenda de comida y bebida para los muertos, que se deposita en una mesa entre flores y velas. El humo azul del incienso de copal que se quema santifica la ceremonia, como lo ha hecho durante siglos. En el exterior, la paz se rompe con las explosiones de los cohetes lanzados para marcar el cumplimiento de una obligación profundamente sentida. Toda la compañía de los vivos y de los muertos participa en el florecimiento y la fructificación de la tierra que ambos han cultivado.

Independientemente de las distracciones que trae consigo el turismo -los concursos para la mejor ofrenda, las «discotecas» para los muertos con todas sus lentejuelas y grotescas-, en el centro de todo ello se encuentra una antigua tradición que informa y vigoriza todo tipo de manifestación del evento y que hasta ahora ha desafiado la degradación. Lo que resulta sorprendente para el visitante es que puedan coexistir tantos estilos diferentes de celebración bajo un mismo cielo. Hoy en día, dráculas, demonios y Batman se mezclan con los esqueletos y las calaveras de azúcar; las brujas de cartón y las calabazas de plástico de Halloween hacen su aparición junto a los tradicionales títeres y ataúdes de juguete; los grandes museos y galerías montan ofrendas escenográficas para el Día de los Muertos, diseñadas por artistas y comisarios.

A un paso, uno parece estar en medio de algo que ha perdurado a lo largo de los siglos, algunas partes quizá desde la época prehispánica. En el campo hay pocas calaveras o esqueletos; las imágenes de los santos cristianos que sustituyeron a los antiguos dioses están en los altares de las casas, rodeadas de las mismas ofrendas de comida y flores que se preparaban para las antiguas fiestas. Las caléndulas amarillas -el cempasúchil o «flor de los muertos»- desprenden su olor aromático para atraer a las almas y atraerlas a la ofrenda preparada en su honor.

Entre los propios mexicanos hay mucho debate sobre el tema de la muerte y los muertos. ¿Existe en México una actitud especial hacia la muerte que difiere de la de otras naciones? De nuevo, Octavio Paz, en un pasaje de El laberinto de la soledad (1959), describe la llamada «relación especial» con la muerte:

Para el mexicano moderno la muerte no tiene ningún significado. Ha dejado de ser la transición, el acceso a la otra vida que es más auténtica que ésta. Pero la intrascendencia de la muerte no nos la ha quitado y eliminado de nuestra vida cotidiana. Para el habitante de Nueva York, París o Londres la muerte es una palabra que nunca se pronuncia porque quema los labios. El mexicano, en cambio, la frecuenta, se burla de ella, la acaricia, duerme con ella, la entretiene, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más perdurable. Es cierto que en su actitud hay tal vez el mismo miedo que también tienen los demás, pero al menos no oculta ese miedo ni esconde la muerte; la contempla cara a cara con impaciencia, con desprecio, con ironía: «Si me van a matar mañana, que me maten de una vez por todas».

Son muchos los que disienten de la opinión de que la relación especial existe. Estudiosos como Carlos Navarrete (1982) buscan escrupulosamente no dejarse arrastrar por lo que él considera el marasmo indisciplinado de la descripción y la «larga lista de generalizaciones que se han escrito sobre el tema de la Muerte en México». Éstas alimentan «el mito de la Muerte y del ser mexicano … Es necesario asumir la tarea de desmitificar el mito, cuestionarlo y demostrar su fragilidad como componente de un prototipo nacional premeditado».

Hace una importante distinción entre los cultos a la muerte y los cultos a los muertos. Los cultos a la muerte, de los que México tiene su parte, se centran en la imagen de la Muerte como el «Grim-Reaper», la Santísima Muerte, asociada a la práctica de la brujería. Desde al menos el siglo XVIII, y quizá antes, se paseaban por las calles imágenes de madera de la Muerte personificada como un esqueleto, que cabalgaba triunfante en carros y carretas. Estas imágenes descienden de las imágenes de la Muerte de la Europa medieval, traídas al Nuevo Mundo desde España a principios del siglo XVI. Pintados en los catafalcos escalonados asociados a los ritos funerarios en el México colonial, los mismos esqueletos cabalgan y hacen cabriolas. Aparecieron en naipes, libros y folletos y en el siglo XIX fueron transmutados triunfalmente por la mano del famoso grabador de estampas populares, José Guadalupe Posada. Para entonces, ya no eran los burlones heraldos de la muerte, sino irónicos comentaristas de las vanidades de la vida.

Como juguetes, con cabezas que asientan y miembros colgantes, han bailado hasta el mundo moderno, donde no han perdido del todo su función como vehículos de sátira. Más a menudo, son simplemente juguetes divertidos que a veces pueden producir un ligero escalofrío, como el que se siente por una bruja de Halloween, pero nunca un escalofrío tétrico y macabro. En el mundo moderno, sugiere Carlos Monsiváis en 1987, «la muerte sigue siendo el ente terrible pero divertido que establece un compromiso entre la memoria y el sentido del humor, y entre el sentido del humor y lo irremediable».

Revisor de hechos: Sam

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