Obra Cinematográfica

Obra Cinematográfica en México en México

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Obra Cinematográfica sobre la Revolución Mexicana

Representar a México e historiar la revolución

Aquí se describen las formas en que el cine participó en las construcciones visuales de la Revolución Mexicana y los procesos que dieron forma y contribuyeron a la difusión de estas construcciones en el cine desde la década de 1930 en México y a nivel internacional. Destaca la convergencia entre el cine y otros medios visuales, como la fotografía, la pintura y las artes gráficas, para explicar la importancia de las tecnologías visuales en el siglo XX y su papel mediador en la forja de las memorias colectivas de una nación.

El marco básico de la narración es el levantamiento generalizado contra el régimen del presidente Porfirio Díaz que comenzó en 1910 y la prolongada lucha por el poder en la que participaron las distintas fuerzas políticas y militares que inicialmente se agruparon en torno a Francisco I. Madero. Aunque el pueblo mexicano es el protagonista, la narración destaca a figuras legendarias como Madero, Pancho Villa y Emiliano Zapata en lugar de los innumerables hombres y mujeres anónimos -campesinos, trabajadores e indios- que participaron en la revolución. Su temática abarca las insurrecciones populares y las movilizaciones de masas; las operaciones de antiinsurgencia y pacificación dirigidas por tropas gubernamentales y revolucionarias bajo el mando de líderes tan dispares como Pascual Orozco, Victoriano Huerta, Venustiano Carranza y Álvaro Obregón; y los tratados de paz firmados entre bandos enfrentados pero que nunca se cumplieron. Las batallas que produjeron un millón de muertos en una población total de quince millones, la inseguridad en las zonas rurales y la pérdida de bienes que desplazó a poblaciones enteras dentro de México y a través de la frontera con Estados Unidos dan una dimensión social al escenario revolucionario. La aplicación de los principios revolucionarios, obstaculizada por las agendas opuestas de un campesinado que luchaba por la tierra, una clase media empeñada en participar en el proceso político y una burguesía decidida a preservar los privilegios del pasado, y la victoria final de los dos últimos sectores, dotan a esta narración de una perspectiva política, casi siempre desconcertante, pero a veces crítica.

Como ha escrito el historiador mexicano Enrique Florescano, la revolución excede los acontecimientos y las personalidades. En sus palabras, «no es sólo una serie de actos históricos que tuvieron lugar entre 1910 y 1917, o entre 1910 y 1920, o entre 1910 y 1940; es también el conjunto de proyecciones, símbolos, evocaciones, imágenes y mitos que sus participantes, intérpretes y herederos forjaron y siguen construyendo en torno a este acontecimiento» (citado en Mraz, 1997a, 93). La afirmación de Florescano proporciona el marco crítico de este libro. Sugiere la necesidad de incluir la producción visual en el estudio de las representaciones históricas y los estereotipos culturales, y de examinar las características mediáticas y los múltiples usos de la imaginería de la revolución. La historia de la Revolución Mexicana que surgió es particularmente compleja porque se desarrolló en un campo internacional, además de nacional, de producción masiva de la modernidad. Este conjunto de condiciones sobredeterminadas significa que estoy examinando las cuestiones del intercambio cultural, la traducción, la apropiación y la mercantilización, lo que me permite negociar las tensiones entre las dimensiones transculturales y transnacionales de la imaginería y sus proyecciones nacionalistas dentro de la historiografía modernista y contemporánea de México.

Mi objetivo es trazar un mapa de las formas en que los significados en torno a la revolución han sido historizados por películas que a su vez participaron en un campo visual más amplio. Llamo la atención sobre el impacto formativo y continuo de la imaginería producida durante la revolución. Los modos de representación y de espectador generados por esta imaginería fueron revestidos de una amplia gama de significados en relación con la forma en que la revolución fue experimentada por quienes participaron en ella y la registraron. Este imaginario constituye el lenguaje visual de la modernidad mexicana. Articula una conciencia modernista del papel de las imágenes en la documentación de la dinámica del cambio social y cultural, construyendo un imaginario colectivo a partir de múltiples identidades y experiencias. La forma en que esta conciencia se preservó y reconstruyó se ejemplifica mejor en Memorias de un mexicano (Carmen Toscano de Moreno Sánchez, 1950) y Epopeyas de la Revolución Mexicana (Gustavo Carrera, 1963), documentales de compilación que consisten principalmente en material filmado y recopilado por los destacados pioneros del cine mexicano, Salvador Toscano y Jesús H. Abitía, respectivamente. El conocimiento de los medios de comunicación se extendió a través de la frontera con Estados Unidos por medio de las fotografías y los noticiarios semanales que complementaban los despachos periodísticos del frente de guerra, así como el incipiente negocio de las tarjetas postales. Como señala el historiador del cine mexicano Aurelio de los Reyes, «entre 1911 y 1920 más de 80 camarógrafos estadounidenses que trabajaban por cuenta propia o para diversas compañías cinematográficas cubrieron la revolución mexicana desde el punto de vista de diferentes grupos» (2001a, 36). Al mismo tiempo, el interés público y el beneficio impulsaron la producción de películas de ficción en las que predominaban las narrativas de valentía y traición y en las que los valores democráticos triunfaban inevitablemente sobre la brutalidad. Los incidentes de violencia ambientados en el pintoresco «México» -California como sustituto de las localizaciones reales- enfrentaban a los personajes estadounidenses con los insurrectos mexicanos, que se parecían y se comportaban como los bandidos «greaser» de la ficción de la pulpa que surgió a raíz de la guerra mexicano-estadounidense de 1846-1847. Las películas mencionadas, así como Y protagonizada por Pancho Villa como él mismo y Los rollos perdidos de Pancho Villa, corroboran hasta qué punto el atractivo de esta historia no ha disminuido.

En el período posrevolucionario, la lengua vernácula construida durante la prolongada lucha militar y política se reintegró con las formas históricas de visualizar la cultura y la identidad mexicanas para consolidar un discurso estatal oficial y proyectar una renovada imagen nacionalista y modernista de México en el país y en el extranjero. Inicialmente la revolución desapareció de las pantallas. Los embargos de películas consideradas denigrantes para la imagen de México y el temor a perder un mercado rentable al sur de la frontera obligaron a Hollywood a abandonar el tema. En casa, el cansancio de la guerra y la preocupación oficial de que las películas que trataban el conflicto reforzaran las opiniones negativas sobre el país hicieron que los productores nacionales de los años 20 optaran por una representación folclórica y aséptica. «Aunque las películas de actualidad que se centraban en el conflicto desaparecieron prematuramente», escribe la estudiosa de la cultura visual británica Andrea Noble, «esto no fue así y, de hecho, dentro de los términos de referencia que regían la legitimidad del Estado posrevolucionario, no pudo significar la desaparición de la revolución del imaginario (audiovisual) de la nación por completo» (2005, 53; énfasis original). El tema volvió en los primeros años del periodo sonoro, primero implícitamente en el proyecto inacabado del cineasta soviético Sergei M. Eisenstein, ¡Qué viva México! (1930-1931, 1979), y más tarde en tres largometrajes dirigidos por el mexicano Fernando de Fuentes, El prisionero trece y El compadre Mendoza, ambos de 1933, y ¡Vámonos con Pancho Villa! (estrenada en 1935. Mientras que el rasgo distintivo de esta trilogía fue su enfoque crítico, la mayoría de las películas nacionales y extranjeras representaron la revolución como un «espectacular ‘folk-show'» (De la Mora, 2006, 143). El tesoro de Pancho Villa (Arcady Boytler, México, 1935), La Adelita (Guillermo Hernández Gómez, México, 1937) y ¡Viva Villa! (Jack Conway, Estados Unidos, 1933) son ejemplos.

El género se revitalizó brevemente durante lo que se conoce como la edad de oro del cine mexicano. El melodrama, el poder de las estrellas y el sentimiento patriótico se unieron en las películas de Emilio «El Indio» Fernández. A partir de Flor silvestre (1943) -y gracias a la ingeniosa fotografía de Gabriel Figueroa- el escenario revolucionario fue el catalizador de una reconfiguración modernista del archivo visual. Dado que el didactismo, más que la historia, era el impulso de la obra del director y las imitaciones mediocres socavaban la inventiva estética del estilo del cinematógrafo, el género volvió a los estereotipos pintorescos. Películas como Pancho Villa vuelve (Miguel Contrera Torres, 1949) y Vino el remolino y nos alevantó (Juan Bustillo Oro, 1949) se aprovecharon de la popularidad del legendario caudillo y de los corridos que narraban las hazañas y las trágicas muertes de caciques y soldados rasos. Sin embargo, otras pocas películas realizadas durante esta década consiguieron, de forma imperfecta y a veces sorprendente, reflejar la revolución como un acontecimiento perturbador y contradictorio. Destacan las adaptaciones literarias Los de abajo (Chano Urueta, 1939), Rosenda (Julio Bracho, 1948) y La negra Angustias (Matilde Landeta, 1949).

Independientemente de sus afiliaciones literarias y genéricas, de sus agendas comerciales y políticas, y de sus países de origen, estas películas ejemplifican el atractivo duradero de la revolución como escenario y de sus diversos actores como catalizadores de historias heroicas de conflicto, traición, justicia y redención. Más significativamente, estas películas son sintomáticas de las múltiples formas en que el archivo visual de la revolución ha sido apropiado, traducido y reconfigurado internacionalmente, así como nacionalmente, desde la década de 1930. Visto desde esta perspectiva, los usos cinematográficos de México por parte de directores extranjeros en las décadas de 1950 y 1960 son el resultado de una serie de conversaciones entre culturas que se iniciaron con el proyecto inacabado de Eisenstein y se expandieron en la década siguiente a través de una serie de prácticas de producción, géneros y nacionalidades. El principal agente de estas conversaciones es Figueroa, un director de fotografía que consiguió negociar las inclinaciones vanguardistas del modernismo y los imperativos industriales del cine convencional. Formado en el contexto internacional del cine, aunque idealmente posicionado como mexicano, era el más adecuado como interlocutor para ese diálogo. Al final de este estudio, vuelvo a las ramificaciones de la genealogía de ese diálogo, ya que refuerza ciertos aspectos de la dinámica transnacional del archivo.

El papel formativo que los elementos autóctonos y foráneos han desempeñado en la construcción y consolidación del imaginario de la Revolución Mexicana se reconoce en el énfasis que este libro pone en el proceso de mediación y traducción cultural característico del modernismo y la globalización. Dado que la construcción visual de la revolución fue asumida tanto por agentes mexicanos como internacionales, este libro adopta un enfoque transcultural, interdisciplinario y comparativo para destacar los usos que se han dado a este vasto archivo visual. Mi análisis minucioso de las películas seleccionadas hace una lectura de las imágenes icónicas y los temas visuales mexicanos con y contra sus homólogos internacionales. Necesariamente, también tiene en cuenta las condiciones estructurales de producción y recepción. Sin embargo, si estas películas y sus homólogas de los medios de comunicación de masas de la época produjeron el repertorio de imágenes de un nuevo acontecimiento, su retórica fue todo menos nueva. De hecho, a menudo se basaba en imágenes nacionalistas ya existentes o, alternativamente, en motivos folclóricos diseñados para la exportación. Argumento, pues, que la transformación de las imágenes tradicionales en iconos nacionalistas en el periodo posrevolucionario es una prueba de que el modernismo mexicano, más que una ruptura absoluta, implica una reordenación cultural y discursiva de los significantes visuales ya existentes de la nación, la identidad y la modernidad.

Lo que hace diferente a este libro es mi enfoque crítico y analítico. El estudio detallado de las películas individuales pretende superar las limitaciones de los tratamientos reductores del cine histórico. Tal y como sostengo, la historicidad está conformada por la interrelación de elementos estéticos y discursivos más que por la narrativa textual exclusivamente. Al reexaminar los factores culturales, políticos y sociales que han permitido y mediado la circulación de imágenes icónicas y temas visuales, deseo fomentar lecturas alternativas. Además, incorporo la condición de espectador a mi investigación sobre la historicidad del cine, entendida aquí como la posibilidad de interacciones complejas, dinámicas y abiertas entre el público y el espectáculo y la identidad cultural y las imágenes y realidades mostradas en la pantalla. La producción de posiciones de visionado (género, clase y etnia) es tan importante para la construcción visual como las tecnologías de visión mediadas por las masas para la creación del sujeto de la modernidad. En México, la condición de espectador y la creación de imágenes están irremediablemente ligadas a la mexicanidad, un poderoso tropo que designa a la vez una búsqueda de autenticidad y la configuración de una identidad capaz de dar cabida a los múltiples e incluso conflictivos rasgos que conforman el imaginario nacional. Desde esta perspectiva, este libro arroja luz sobre los inestables y diversos significados y respuestas que suscitan las imágenes icónicas y los temas visuales, en lugar de reducir las películas mexicanas a reproducciones reificadas y totalizadoras del discurso posrevolucionario y las películas extranjeras a representaciones denigrantes o, en el mejor de los casos, condescendientes del otro. Por último, creo que el valor de este libro es su potencial para intervenir en los debates actuales sobre la modernidad, que han descansado en gran medida en las condiciones y los modelos europeos. Al leer un acontecimiento cataclísmico del siglo XX frente al crecimiento de una modernidad mediada por las masas sin precedentes, espero contribuir a una comprensión más inclusiva de las «otras» modernidades.

En la literatura se examinan las cuestiones derivadas de la forma en que se visualizó la Revolución Mexicana, haciendo especial hincapié en la imagen documental como registro de la historia pública y como artefacto de archivo que debe reconstruirse y apropiarse. Algunos trabajos tratan de los materiales mexicanos filmados en el periodo 1910-1917 y de los retos que las películas recopilatorias plantean a la historicidad de las imágenes documentales. Se analizan Épicas de la Revolución Mexicana y Memorias de un mexicano, cuya intención, como indican los títulos, es conmemorativa. Aunque estas películas presentan una versión fotogénica de la historia nacional y la mitología revolucionaria, también ofrecen una crónica única de la revolución. Su notable imaginería es un testimonio de la violencia social y el caos político y de la conciencia de sus productores y actores de ser agentes en el registro de acciones a la vez noticiables y explicativas de un proceso histórico. De los numerosos camarógrafos mexicanos que documentaron la revolución, Abitía fue el único que trabajó tanto en cine como en fotografía. Las imágenes referidas a los mismos acontecimientos integran al observador de manera orgánica, con el cineasta-fotógrafo determinando el punto de vista de la cámara, el participante como actor o público interno, y el público espectador como agente histórico. El amplio alcance cronológico del material filmado en Memorias de un mexicano revela cómo se organizaron los acontecimientos, los lugares y las personalidades en una historia convincente cuyo poder se deriva de la compulsión de convertir el instante noticiable en un archivo visual memorable de la historia moderna de México.

El valor de archivo de las imágenes de época producidas en Estados Unidos se analiza también. Reproducidas masivamente y comercializadas como noticias y novedades, los fotogramas de películas, las fotografías de prensa y las tarjetas postales se han convertido desde entonces en una fuente obligada para las películas de ficción sobre la revolución. El significado del contrato firmado en enero de 1914 entre Villa y la Mutual Film Company es el tema de And Starring Pancho Villa as Himself (Y protagonizado por Pancho Villa) y The Lost Reels of Pancho Villa (Los rollos perdidos de Pancho Villa), que abordan los temas visuales generados por el contrato utilizando el archivo existente y la historiografía actual para contar la historia de la película, ahora perdida, La vida del general Villa. La película estadounidense reconstruye las anécdotas del acuerdo, reproduce las primeras prácticas del cine mudo y señala los modelos históricos de espectador que vinculan la visión y la identidad. Incluso si los significados del trato se reubican, al final, en las preocupaciones actuales sobre la política de los medios de comunicación y el reportaje de guerra, lo que surge es una representación de múltiples capas de Villa como una construcción mediada por las masas.

The Lost Reels of Pancho Villa es una obra experimental sobre la búsqueda de la película desaparecida por parte del cineasta y videasta mexicano. Investiga principalmente materiales visuales estadounidenses sobre Villa encontrados en archivos europeos y norteamericanos, incluidos los que lo reconfiguraron como el arquetipo de bandido mexicano tras el asalto a Colón en 1916. Explora la historia de La venganza de Pancho Villa, una película que utiliza distintas secuencias montadas en la década de 1920 por los exhibidores itinerantes mexicoamericanos Félix y Edmundo Padilla de El Paso, Texas. Los personajes y los acontecimientos se representan como proyecciones culturales y sociales, sus agencias son inestables y contingentes a la fragilidad material del archivo. Además, los remontajes de las secuencias existentes apuntan a las estrategias de reivindicación de la película destinadas a reimaginar la subjetividad y la identidad cinematográfica de Villa como héroe mexicano.

La conciencia del poder de los medios visuales se extiende a los largometrajes producidos en la década de 1930. Sin embargo, el vasto archivo visual generado por la fascinación por Villa revela cómo el público estadounidense seguía viendo a México a través del prisma de una larga historia de prejuicios. Al hacer de la transformación del líder revolucionario un sujeto de su propia historia, los largometrajes de este periodo lo convirtieron en una mercancía privada de agencia social y cargada de mitología. Ya sea construida en vida, con Villa como agente activo, o retrospectivamente por muchos otros, la leyenda es clave para la mitología duradera de Villa y sus representaciones en el cine en el extranjero y en el país. El poder combinado y las incoherencias de la leyenda se analizan asimismo. Viva Villa! y ¡Vámonos con Pancho Villa! se produjeron una década después del asesinato de Villa en 1923.

En ambas, los recursos estéticos y discursivos del cine se utilizan para mediar los temas visuales que convirtieron a Villa en un héroe cinematográfico. Las representaciones de la brutalidad, el heroísmo y la victimización señalan las disparidades afectivas y perceptivas de las respuestas suscitadas por Villa en ambos países. Los cambios entre el espectáculo épico, la comedia y el melodrama en ¡Viva Villa! refuerzan estas disparidades y revelan la incapacidad de Hollywood para superar las actitudes históricas. A la inversa, las disparidades afectivas y perceptivas conforman el escrutinio crítico de los temas de valentía y lealtad de la leyenda de Villa en ¡Vámonos con Pancho Villa! Esta película llama la atención sobre los rasgos mediáticos del personaje cinematográfico e histórico del líder revolucionario. Aprovecha la familiaridad del público con la cultura y el espectáculo de la charrería (las tradiciones y valores históricos de la hacienda que se integraron en el retablo nacionalista de la identidad en la década de 1920) para contrarrestar las representaciones reificadas de la valentía y el sacrificio masculinos promovidas por el discurso posrevolucionario. Así, tuvieron que pasar casi tres décadas para que se apreciara plenamente la perspectiva desmitificadora y antiheroica de la película.

Se examina las complejas y diversas formas en que se construyeron y negociaron las imágenes de México y la revolución en el periodo posrevolucionario, tanto por parte de los mexicanos como de los extranjeros. Desastre en Oaxaca, un corto documental filmado y editado por Eisenstein en enero de 1930, ejemplifica su objetivo de convertir sus impresiones como viajero en una investigación de las realidades e historias contrastadas del país. El material de archivo, los fotogramas de producción, las fotografías y los dibujos relacionados con lo que se conoce como el episodio «Maguey» de ¡Qué viva México! son indicativos del compromiso de Eisenstein con las prácticas políticas y artísticas de la vanguardia mexicana. De ahí que considere la influencia del libro de Anita Brenner Idols behind Altars and indigenismo en la reconfiguración visual del indio en la narrativa nacionalista. Las afinidades con las prácticas visuales y la cultura de la época -las que se desprenden de la participación de la artista Isabel Villaseñor y la representación de la hacienda y el charro- demuestran la asimilación por parte del director de las formas vernáculas y su perspectiva crítica sobre la retórica de la reconciliación nacional promovida por el Estado, respectivamente.

La literatura traza las convergencias entre la recuperación cinematográfica del tema revolucionario y la agenda de construcción nacional del Estado mexicano. Aunque sólo un puñado de las películas producidas durante la edad de oro del cine mexicano evitaron las tendencias totalizadoras de la historiografía oficial, jugaron un papel fundamental en la integración del archivo visual de la revolución en la cultura popular. Los protocolos estéticos y narrativos del cine de ficción fueron utilizados para reconfigurar tipos de personajes, paisajes y episodios. Lejos de ser homogéneas, estas representaciones de ficción revelan tanto la riqueza estética de las imágenes icónicas y los temas visuales como las incongruencias de sus significados sobredeterminados. Puede que Mujeres abandonadas sea la más ignorada de las películas de Fernández-Figueroa producidas en la década de 1940. Sin embargo, es una obra compleja e idiosincrásica que amplía la historicidad y la iconografía del melodrama revolucionario. Con la ciudad como telón de fondo para visualizar el precario lugar de las mujeres en el escenario modernista, la película aprovecha la identificación de las estrellas y el melodrama para representar la tensión entre la realidad social y el discurso. Si los afamados actores Dolores del Río y Pedro Armendáriz son convertidos en modelos de género e iconos del renovado nacionalismo mexicano, sus identidades son inestables y contingentes a los protocolos duales de degradación y redención del melodrama. Además, el escenario urbano y la presencia de la madre-prostituta en Mujeres abandonadas anticipan el declive del género revolucionario.

Algunos trabajos abordan la relación entre el espectáculo y los iconos visuales sobredeterminados. Cuando la edad de oro está llegando a su fin, las películas que tratan de la revolución alinean la representación de este acontecimiento trascendental y de los agentes que participaron en él con la promoción estatal de la historia como patrimonio y la comercialización de la cultura y la identidad como mercancía. La historicidad en La escondida (Roberto Galvadón, México, 1956) se ancla en el poder afectivo de los modos de visualizar a México como pintoresco y moderno a la vez. La autenticidad se reempaqueta mediante citas visuales y adornos pictóricos que transforman la revolución en un lienzo de deseo y abyección. La performance de nacionalismo y glamour de María Félix sostiene el fetichismo del espectáculo. Se tiende a pensar en el uso de México y la revolución en The Wild Bunch (Sam Peckinpah, 1969) como mero telón de fondo de una alegoría sobre la guerra y la violencia. Sin embargo, el poderoso efecto de la película proviene de su inversión historizadora en la dinámica de mirar y ver y su reinscripción del sujeto mexicano en el mundo mitológico del western. Como argumento, la visión de la revolución está más cerca de la imaginería fatalista y trágica de las litografías y murales de Orozco que de la monumentalidad heroica y utópica de los murales de Rivera y Siqueiros.

Es destacable la historicidad en el cine experimental. La estética minimalista y el uso innovador del sonido en Reed: México insurgente (Paul Leduc, México, 1971) desmitifica la revolución, mezclando elementos documentales y de ficción de forma coherente con las estrategias estéticas y políticas del cine cubano y del Nuevo Cine Latinoamericano. La guerra y la muerte se desglamentan; la desolación y la pérdida resignifican acciones y paisajes. La película valida la participación del periodista radical estadounidense John Reed como testigo y narrador de la revolución y reivindica las historias, subjetividades y sentimientos ocultos tras la historia oficial. Reed no sólo se «mexicaniza» a través del acento y la interpretación del actor Claudio Obregón, sino que su subjetividad y agencia se funden con los protagonistas mexicanos. Tina in Mexico (Brenda Longfellow, 2001) revisa la obra y la vida de la fotógrafa estadounidense de origen italiano Tina Modotti. Se utilizan imágenes de archivo, recreaciones dramáticas y citas estilizadas para desgranar las numerosas capas de contexto inscritas en sus fotografías. La película revela una subjetividad profundamente afectada por México que responde a los mitos nacionales y se convierte en su tema. Para demostrar cómo su identidad se fusionó con México, la película la reinscribe en la historia de la Ciudad de México como centro de vanguardia en los años 20, donde la estética del modernismo convergió con la política de la modernidad.

Hay diversas formas en que el cine ha hecho circular el archivo visual para documentar, celebrar, mitificar y reinterpretar anécdotas y personajes. El despliegue de imágenes de época de la revolución va de la mano de una reconversión de temas y motivos visuales asociados a modos pintorescos de representar a México que se originaron en México y en el extranjero. Esta estrategia es coherente a la vez con la agenda nacionalista del Estado posrevolucionario y con la política cultural del modernismo y se manifiesta a través de múltiples mediaciones. Como resultado, los significados que surgen del uso del archivo visual de la revolución en las películas son inestables, siempre abiertos a la negociación, la reinterpretación y la revisión.

A partir de varias películas fundacionales, desde ¡Qué viva México! (1931-1932) hasta Y protagonizada por Pancho Villa (2003), la literatura en este ámbito propone que las imágenes cinematográficas reflejan el repertorio de imágenes producido durante la revolución, a menudo jugando con temas nacionalistas existentes o con motivos folclóricos diseñados para la exportación. En última instancia, ilustra las formas en que el modernismo reinventó los significantes existentes de la identidad nacional,

Revisor de hechos: Sam

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