Apostolado

Apostolado en México

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Historia: Dificultades Internas del Apostolado tras la Conquista de México

Fuerzas de resistencia que hubieron de superar los misioneros

Varias veces hemos ido indicando en el curso de nuestro estudio, esparcidos por todo el
trabajo, los diversos obstáculos que hallaron los religiosos mendicantes en su obra
evangelizadora. No bastan, sin embargo, esas observaciones dispersas para dar el
concepto cabal de todas las dificultades que tuvieron que combatir: ya en el seno de cada
orden, ya entre una orden y otra, ya con el episcopado y el clero secular, ya con el poder
civil. Y al lado de estas dificultades interiores, la resistencia que en el medio extremo les
oponían las religiones y supersticiones paganas.

Para dar un fallo acerca de su obra no basta haber visto el lado positivo: es necesario
considerar también los elementos negativos, las fuerzas de resistencia que hubieron de
superar. Trataremos de dar aquí un cuadro general de ellas.

Dificultades dentro de las órdenes mismas: ejemplo de la misión agustina. Dificultades de las órdenes unas con otras; rivalidad entre franciscanos y dominicos. Solución de estos conflictos. Dificultades con los ordinarios. Quejas de los obispos contra el clero regular. Privilegios pontificios de los religiosos; lucha de influencias. Quejas de los religiosos contra los obispos. Significación y alcance de estas desavenencias. Clero secular y clero regular; sus disensiones. Querella sobre los diezmos.

Las primeras dificultades nacen de los misioneros mismos. No hay para qué insistir en las
deficiencias, sea intelectuales, sea morales, de algunos religiosos. Sabemos, por un
documento que está fuera de toda sospecha, nada menos que por una constitución del
papa Gregorio XIII, de 14 de mayo de 1578, que llegó a suceder varias veces que
franciscanos, tanto de la Nueva España como del Perú, colgaran el hábito para regresar
vestidos de seglares a la Península, después de haber trabajado en enriquecerse con
mayor actividad que en la salvación de sus ovejas. 1 Tales miserias son de todos los
tiempos y de todas las regiones. Puede decirse que representan un obstáculo normal que
se opone a la obra de apostolado. Fuera de esto, en el seno mismo de las comunidades
no siempre hubo coordinación de miras y actividades. íntima y estrecha pudo ser la
cooperación en los comienzos, cuando el número de misioneros era aún escaso; pero a
medida que fue creciendo, con la llegada sucesiva de expediciones apostólicas, y se
fueron erigiendo las custodias y misiones en provincia, se hizo más compleja la
organización y también la jerarquía, multiplicándose así cargos y funciones. Comenzaron
entonces las divergencias de opinión, la oposición de modos de ver las cosas o de
temperamentos naturales, la incompatibilidad de caracteres, la rivalidad de personas, las
abiertas rivalidades hostiles. Hicieron su aparición las divisiones en grupos antagónicos,
en escuelas enemigas. El elemento nuevo estaba contra el antiguo; el partido favorecedor
de los indios contra el partido adverso a ellos. Brotaron, al mismo tiempo, querellas e
intrigas, enemigas pérfidas ambas de la vida espiritual, en las cuales los misioneros habían
de gastar estérilmente buena parte de sus fuerzas, de su talento y de su tiempo. Todo
esto llegó a ser solapadamente una cadena de escollos con que vino a chocar la obra
evangelizadora. Ya vimos antes el antagonismo entre los franciscanos en el problema del
clero indígena; vimos igualmente, como algo más característico de estas internas
dificultades, la encarnizada oposición a la obra laboriosa de Sahagún, verdadera
hostilidad dentro de su orden que consiguió inutilizar casi sus trabajos, al menos para su
tiempo. Sólo vamos a agregar aquí un ejemplo más, tomado ahora de otra orden:
hablamos de los incidentes que rodearon, en 1563, la inspección de la provincia de
agustinos hecha por fray Pedro de Herrera, y cuyo expediente en parte tuvimos la buena
suerte de desempolvar.

Aunque la Provincia del Santísimo Nombre de Jesús de México formaba por sí un
organismo distinto, en cierta medida siguió manteniendo dependencia de la provincia de
Castilla y Andalucía. En 1562 el superior de ésta comisionó al sevillano padre fray Pedro
de Herrera para que visitara México en calidad de vicario general. El padre Herrera llegó
a la Nueva España indudablemente en el otoño de 1562. Encontró desde luego
violentísima oposición. Unos religiosos se declararon en contra de la jurisdicción que el
provincial de Castilla pretendía tener en la provincia mexicana; otros, de costumbres
turbias, se mostraron temerosos de una investigación de sus vidas, seguida de los
consiguientes castigos. Un grupo, no grande, formado por el vicario provincial, fray Juan
de San Román, sustituto de fray Agustín de la Coruña, provincial a la sazón en España, y
por los definidores fray Antonio de San Isidro y fray Antonio de los Reyes, rehusó
reconocerlo como visitador, no retrocediendo ni ante las injurias ni ante la difamación.
Con todo esto, el padre Herrera, sostenido por la mayoría de los religiosos, emprendió la
inspección sin dejarse intimidar. Visitó, en primer término, el convento de México, cuyo
prior era precisamente fray Antonio de San Isidro. El padre San Román pretende que el
prior fue víctima de ciertas calumnias ante el visitador Herrera, en especial de la perfidia
de fray Esteban de Salazar, “homo maledicus”. Pero en este caso el padre San Román es
testigo sospechoso. Todos los textos que conocemos son agobiadoramente adversos a
fray Antonio de San Isidro. Todos están acordes en afirmar que su gobierno era un
desastre, aparte de que él era persona poco edificante, con mala reputación muy bien
fundada. Se dedicaba a hacer negocios en grande y había traído consigo, al venir de
España, una concubina, que le había dado una hija: “hombre carnal, propietario, gran
mercader… de mala fama”, escribe Herrera. Y no contento con haber escandalizado a la
ciudad con su mala conducta, había conquistado sus dignidades a fuerza de intrigas. El
visitador lo depuso de su cargo y resolvió remitirlo a España. En espera de que partiera la
flota, le mandó encarcelar. Esto dio origen a un embrolladísimo conflicto con el iracundo
doctor Anguis, provisor del arzobispado, que reclamaba al prisionero, y en este conflicto,
como era natural, el padre San Román estaba en contra del padre Herrera. Por lo que
toca al preso, fray Antonio de San Isidro, logró escapar de la prisión y se embarcó para
España, acompañado de fray Antonio de los Reyes, que al parecer era de su misma
calaña, y que llevaba el encargo de los rebeldes de lograr el regreso del visitador a la
Península y la completa autonomía de la provincia de México. No se arredró el padre
Herrera y siguió luchando contra mil dificultades. El Virrey y la Audiencia le eran
hostiles, lo cual envalentonaba a los revoltosos. Uno de éstos, cuya vida distaba mucho
de ser intachable y que se había enterado de que el visitador estaba al tanto de sus
fechorías, aun cuando todavía nada le hubiera dicho, se metió a la celda del padre
Herrera y le cortó rabiosamente la cara con un cuchillo, y quién sabe adonde hubiera
llegado si no es por algunos frailes que se presentaron y, tras momentos de estupor, lo
sujetaron y pusieron en juicio. No obstante, el visitador siguió con perseverancia su
comenzada empresa. En enero de 1563 había presidido una reunión en Totolapan, en la
cual suspendió del oficio al padre San Román; el 8 de mayo fue a Epazoyucan a presidir
el capítulo de la provincia y procuró que fuera declarado inhábil para ser elegido a
cualquier dignidad.

Quien se llevó el triunfo, al fin de cuentas, fue el padre San Román, pues apeló al
general de la orden, con el apoyo del Virrey, que a una con él pedía que el visitador
regresara a España y que la provincia de México quedara totalmente desligada de la de
Castilla. El general, en consecuencia, nombró visitadores, en lugar del padre Herrera, a
los frailes Diego de Salamanca y Miguel de Alvarado, ambos en España entonces. Fray
Pedro de Herrera salió de México en 1564 y la sanción impuesta a San Román en
Epazoyucan quedó sin efecto. ¿De qué lado se hallaba la justicia y el derecho en este
conflicto? Nosotros creemos, en vista de nuevos documentos, que en lo general se
procedió con demasiada severidad en contra de Herrera y que a él no se debe echar en
cargo los mayores errores. Pero no es de nuestra incumbencia distribuir aquí baldones o
alabanzas/ 1 Terminaremos observando tan sólo que tales discordias internas fueron
relativamente raras. Mucho mayores y más graves surgieron las querellas de una orden
contra otra y las desavenencias con los obispos y el clero secular.

Muy temprano hallaron medro las divisiones entre órdenes, pues ya en sus
instrucciones de 1536 la Reina recomendaba al virrey Mendoza que les pusiera coto. 4 Se
mostraron, primeramente, entre franciscanos y dominicos, llegados éstos en 1526 y ya en
tensión con aquéllos. Cuando el conflicto con la Primera Audiencia (1529-1530), los
dominicos se opusieron al obispo Zumárraga y sus hermanos de orden. Tal vez dio
pábulo a tal indisposición el ver con envidia el favor que los franciscanos gozaban y el
número, relativamente abundante, de sus conventos. Por mucha que haya sido la
intimidad entre Zumárraga y fray Domingo de Betanzos, en nada ayudó a que las
relaciones fueran afables. Al contrario, precisamente por esta amistad el padre Betanzos
resultó sospechoso en el seno de su orden, hubo de soportar hostilidades de su prior y se
vio forzado a partir para Guatemala en busca de una atmósfera menos adversa. Los
dominicos echaban la culpa a los franciscanos de la mala acogida que solían recibir de los
indios cuando iban a tomar posesión de los conventos que éstos les habían cedido. Por
lo demás, tenemos un monumento característico de esta mala inteligencia reinante entre
los hijos de Santo Domingo y los de San Francisco: es la carta del dominico fray Andrés
de Moguer al Consejo de Indias en contra de los franciscanos. Acusa en ella a los frailes
menores de querer guardar para ellos las tres cuartas partes del país, a pesar de ser pocos
en número, y de no dejar que dominicos y agustinos se establezcan en regiones carentes
de sacerdotes. Pero los agustinos, a su vez, no estaban a salvo de toda inculpación, pues
al dejar la parroquia de Ocuituco, después de un conflicto con Zumárraga, dijeron
abiertamente que si el obispo quería mudar el cura secular por franciscanos, ellos “los
echaran a lanzadas”.

En 1556 la Corona creyó su deber renovar su orden al Virrey, entonces Luis de
Velasco, de que hiciera las paces entre las tres órdenes, “por las grandes divisiones que
entre ellos auía sobre quien abarcara más provincias, pueblos y lugares de estos
naturales…” Se pusieron de acuerdo las órdenes, pero de la manera menos esperada: se
tomó la resolución de que ninguna entrara en pueblos que otra orden administraba, si no
era con autoridad formal de ésta. Montúfar, con justicia indignado de tal decisión, se
expresa así en vehementes y pintorescas palabras: “¿Qué más endiablado capítulo que
éste y aún no muy seguro de cristiandad —presupuesto que ninguna Orden puede dar
recado de doctrina y sacramentos a la quinta, décima y veintena parte que tiene a su
cargo—; qué ley de cristiandad es que no pueda entrar otra Orden ayudarle ni obispo
pueda darle quien le ayude ni una orden dará licencia a que entre otra ayudarle, sino que
lo defienden como si fuesen propios vasallos suyos, y a las vezes lo an defendido con
esquadrones de Indios de ambas partes?”. Pero era tarde para escribirlo: ya una real
cédula del 9 de agosto de 1558 había confirmado el acuerdo que tomaron las tres
órdenes.

Esta manera de imperialismo tenía para el apostolado desastrosas consecuencias y fue
una de las raíces de queja que siempre elevaron los prelados para impugnar a los
religiosos. El doctor Anguis, muy adverso a las órdenes religiosas, pero que,
precisamente por serlo, resume con bastante fidelidad los motivos de queja de los
obispos, contra los cuales usa también de severidad, afirma que la principal preocupación
que los frailes tenían era administrar los sacramentos sin autoridad del obispo ordinario,
edificar casas y monasterios, y ocupar el mayor número de regiones que pudieran. Es
bien preciso Montúfar en su informe de 1556: conventos en que sólo hay dos religiosos
residentes tienen que visitar un territorio hasta de casi treinta leguas y ver por la salud
espiritual de más de cien mil almas; no hay que decir que el resultado es que se pasen
algunos pueblos varios meses sin ver al sacerdote. Él había conocido en su arquidiócesis
algunos que llevaban cinco años sin haber sido visitados. Y estas visitas tan raras eran
además muy rápidas: el tiempo preciso para celebrar la misa, administrar algunos
bautismos, bendecir algunos matrimonios. Aparte de que los religiosos se disputaban las
regiones fértiles y agradables, en que se acomodaban con abundancia, y edificaban
convento tras convento en tanto que desamparaban las comarcas estériles o malsanas, dejando a sus habitantes en el más completo abandono. En el arzobispado de México, uno de los mejor dotados y más cristianizados, llega a suceder que haya indios que se pasen años sin confesarse y algunos que jamás lo hagan. ¿Cuál podría ser la situación en
aquellas regiones en que no ven al sacerdote o al religioso sino cada treinta años?

A este cargo de negligencia en sus deberes misionales se agregaba la tacha de
ignorancia: Montúfar afirma que en obediencia a un mandato de su provincial el prior de
los agustinos le presentó un día, para que les confiriera el diaconado, a veinticuatro
religiosos, tan ignorantes que solamente dos de ellos sabían latín y muchos ni siquiera
podían leerlo.

El doctor Anguis, al contrario, exagera: precisamente acusa a Montúfar de haber
conferido las órdenes a religiosos incapaces de decir misa, y aun afirma que muchos de
estos candidatos al sacerdocio eran antiguos comerciantes y “hombres totalmente idiotas
y faltos de letras”; no bien comenzado su noviciado, se les ordenaba y se les ponía a
confesar.

He aquí otro grave cargo: brutalidad en el trato a los indios. La Junta Eclesiástica de
1539, como ya vimos, prohibió apresarlos y azotarlos. Nos limitaremos a un solo
ejemplo. En 1561 Montúfar y el obispo de Michoacán, Vasco de Quiroga, abrieron pleito
a los religiosos de San Francisco, Santo Domingo y San Agustín por “haber adquirido
cierta jurisdicción de territorios y dar malos tratos a los Yndios”. Los religiosos,
escribía el obispo Quiroga, “han hecho y hazen muchos malos tratamientos a los Yndios
con muy gran souerbia y crueldad, porque si no hazen lo que ellos quieren los deshonran,
y por sus propias manos les dan de coces [sic] y remesones y después los hacen
desnudar y los zotan cruelmente, y después los hechan en carzeles en prysión y zepos
muy crueles, cosa de muy gran lástima de oyllo y muy mayor de vello…” 1

Específicamente, dos frailes franciscanos, Francisco de Ribera y Juan de Quijano,
dispusieron aprehender a un indio cuyas palabras les habían desagradado, lo hicieron atar
a una columna por manos y pies, y lo mandaron cruelmente azotar: hubo necesidad de
que el teniente de alcalde mayor de Toluca fuera a librarle.

Sin embargo, el campo de mayores luchas entre obispos y frailes era el de su
influencia en el pueblo. Hay que buscar la causa de la indisposición de los prelados con
los religiosos en la situación creada por la bula de Adriano VI Exponi nobis, y en las
prescripciones ulteriores de los pontífices. Hemos visto ya cómo los papas concedieron a
los mendicantes todos los derechos y facultades de párrocos y les dieron la consiguiente
autorización para administrar los sacramentos.

Cuando el Concibo de Trento hizo la organización parroquial vigente hoy día y reservó a los párrocos únicamente el derecho de administrar los sacramentos a los fieles, una nueva bula de Pío y también Exponinobis (1567), vino a confirmar las decisiones de sus predecesores y, atenta la insuficiencia del clero secular, dio Ucencia a los religiosos de que administraran los sacramentos aun sin autorización del obispo ordinario. Los religiosos naturalmente estaban muy pagados de estos privilegios que tan enorme poder les confería y solamente
pensaban en ensancharlos y, con el cariño y autoridad que entre los indios gozaban,
habían ido hasta el abuso en sus derechos y se erguían frente a los obispos como una
potencia autónoma. Ésa era la situación, al menos si nos fundamos para conocerla en las
quejas e inculpaciones incesantes de los obispos, particularmente de Montúfar. Ya en
1532 un hombre tan discreto y ponderado como Fuen-leal escribía que los dominicos y
los franciscanos tenían la pretensión de ejercer los oficios de obispos. En 1537 los
obispos de México, Oaxaca y Guatemala declaran que los religiosos se tomaban la
licencia de hacer dispensas en casos que los obispos no osaran hacerlo, y que era
prejuicioso en extremo y contrario a la dignidad episcopal que los frailes pudieran tener,
según lo parecía, mayores facultades que los obispos. Agregaban que no contentos con la
apariencia, los religiosos decían a boca llena que ellos estaban sobre los prelados,
sacando a relucir ostentosamente sus privilegios cuando el obispo les enviaba algún
visitador, y amenazando a éste con meterlo a la cárcel si trataba de estorbar que
maltrataran a los indios y edificaran conventos donde de nada servían, y concluían que,
una vez que habían acabado de pelear con la Audiencia, querían habérselas con ellos,
para ser los amos únicos. Debe advertirse que los obispos mismos dicen que esto lo
hacía una minoría de los religiosos. Pero dos años adelante de nuevo alzan la voz contra

la indisciplina de los regulares, que más estorban que ayudan a los ordinarios, ‘ así como
contra las muestras de respeto, exageradas a su juicio, que los indios daban a los frailes:
les barrían los caminos, les alzaban arcos triunfales mejores que para las procesiones o
recepción de obispos, y piden que los indios sólo se arrodülen para recibir la bendición
episcopal, y basta con que besen la mano o el hábito a los simples sacerdotes o
religiosos.

El doctor Anguis resume todos los motivos de queja que los obispos tenían de los
regulares: administrar los sacramentos sin su licencia, construir suntuosos monasterios sin
su parecer y a veces infringiendo su prohibición, tomar para instalarse en ellas las casas
en que el prelado había puesto clérigos seculares, abrir procesos y dar sentencias, a
menudo ridículas; casar y separar a su capricho, conceder dispensas aun en casos
gravísimos, hacer y deshacer en asuntos que ni los obispos pensarían jamás de su
incumbencia, decir a boca llena que ellos son los amos y sacar siempre a relucir sus
privilegios pontificios, a veces de modo provocativo.”» La correspondencia de Montúfar
está plagada, diríamos más: está formada de tales inculpaciones. Los frailes nombran
alcaldes y regidores indios, dan órdenes y mandatos a los corregidores, meten a la cárcel
y sacan de ella a su antojo, con violación de la real justicia. 26 Tienen la pretensión de que
se les confíen en todo y por todo las diócesis, relegando a los obispos al carácter de
prelados in partibus, “obispos de anillo”, sin jurisdicción alguna, con el único oficio de
dar órdenes y ejercer las funciones que exigen consagración episcopal. 27 Fomentan la
rebeldía entre los fieles y les aconsejan que no hagan caso de los obispos. Dejan de leer
en púbUco y no dan a conocer las cartas, censuras y demás documentos oficiales que los
ordinarios mandan. 2 ‘ Lo que resulta de todo esto es que los indios no conocen a sus
prelados y que un lego de San Francisco tiene mayor poder que el arzobispo de México, y el obispo, en fin, no tiene más autoridad que un pobre sacristán.

Por su parte el obispo de Michoacán viene a parar en la conclusión, en 1561, de que los religiosos se
han constituido en amos y señores absolutos, tanto en lo espiritual como en lo
temporal. 30 Fray Juan de Medina Rincón, ya obispo de Michoacán, confiesa no sin
amargura: “Siendo religioso, simple prior de un convento, tenía yo más bríos y audacia
para proveer que ahora que soy obispo.” Y no parece dudoso que una de las razones
que pesaron en el ánimo de Montúfar para convocar los dos primeros concilios, en 1555
y 1565, fue precisamente tratar de reglamentar la actividad de los religiosos y limitar su
independencia. (Fr. Mateos de A Ibun/uen/ue, Procurador de los Religiosos del Orden de San Agustín que residen en la Nueva España con el Obispo, Clero de Michoacán, sobre los malos tratamientos y vejaciones que hicieron a los
Religiosos doctrineros de aquellas provincias y año de 1560… AGI. Justicia, 47-5-55/11. Con todo esto, Quiroga
dio a los agustinos parroquias que antes había confiado al clero secular (N. León, Quimga, p. 61)

Naturalmente que los religiosos no dejaban de tener sus motivos de queja de los
prelados. Los acusan de no visitar sus diócesis, 33 de ignorar la lengua de sus fieles y no
conocer sus necesidades y miserias, 34 de agobiar de cansancio a los indios haciendo que
les lleven en litera por montes y valles, de difamar a los frailes, de intentar quitarles a
los indios para darlos a los clérigos seculares, 36 de rehusarse a conferir las órdenes a los
suyos que aspiran al sacerdocio y de estorbarles la administración de los
sacramentos/’ 8 Montúfar y también Quiroga fueron los blancos de los ataques de los
religiosos: el comisario general de los franciscanos, fray Francisco de Mena (1553-1556),
nos ha dejado una requisitoria estrechamente hostil, tan estrechamente hostil que pierde

su valor como testimonio; -en 24 de enero de 1560 los franciscanos de Michoacán se
quejaban con Felipe II de que el obispo de su territorio no los dejaba administrar los
sacramentos, y tales vejaciones les hacía que muchos de ellos preferían regresar a

España, con grave detrimento de los trabajos apostólicos; 40 ese mismo año, los agustinos
le abrían pleito a él y a su clero por “los malos tratamientos y vejaciones” de que
pretenden haber sido víctimas. Por fin, fray Maturino Gilberti, en 1563, hace pública
una requisitoria de extremada violencia: inculpa a Quiroga de agotar a los indios con el
trabajo de su catedral, “que nunca terná fin”, y que es de excesiva suntuosidad; de
encarcelar y maltratar a los indios, de no hacer justicia a nadie, de favorecer a los infieles
chichimecas, enemigos feroces de los cristianos; de no respetar los privilegios que los
pontífices han concedido a los religiosos, de atentar contra ellos procesos, sin oírles
siquiera, por puros chismes domésticos; de ordenar mancebos idiotas y de expresar
públicamente toda clase de injurias en contra de los religiosos.

De todos estos primores que se lanzan a la cara unos y otros habrá que recoger tanto
como lo que hay que desechar. Sobre estos dimes y diretes sólo tenemos la información
de los mismos que en ellos se hallaban enredados, lo cual los convierte en juez y parte a
un tiempo. Conviene en todas estas diatribas considerar los rencores, suspicacias,
exageraciones e ilusiones de uno y otro grupo. Por tanto, no vamos a dar aquí el fallo y
lo más probable es que, como sucede generalmente, de una y de otra parte se encuentren
los errores. Bien claro está que, por un lado, el amor propio de las órdenes y el espíritu
de anarquía de los religiosos, y por el otro la intransigencia puntillosa, quisquillosa y
susceptible de los obispos, a quienes Anguis mismo echa en cara no haber procurado la
concordia, no podían crear un ambiente propicio a la colaboración leal y armónica.
Todo era disputas, quejas, querellas y procesos. Y como en ambos bandos había
personalidades robustas, de vivas pasiones y fáciles en encenderse, la lucha tocaba a
veces en frenesí. Crudamente lo dice el doctor Anguis, sin morderse la lengua, como es
su modo de expresarse: “De lo tocante a hacer edificios y casas de monasterios han
sucedido mayores escándalos que de ninguna otra cosa, en especial en este arzobispado
[de México] y en el obispado de Michoacán. Muchas veces han venido a las manos
frailes y prelados, los unos por ocupar más tierra y los otros por echarlos de ella…
altercando de suerte que con ello tienen los unos y los otros escandalizada toda la tierra.”
44 Ya vimos antes cómo los agustinos en Ocuituco amenazaban a los franciscanos con
“echarlos a lanzadas”. Rasgos análogos hallamos en el conflicto tragicómico en que se
vieron envueltos en 1565 los agustinos con el tempestuoso obispo de la Nueva Galicia,
fray Pedro de Ayala. Los agustinos pretendían fundar un convento en Guadalajara,
donde ya los franciscanos se hallaban establecidos; el obispo les negó la autorización,
pensando que el número de sacerdotes que moraban en la ciudad era más que suficiente,
y porque también estaba mandado que no se estableciera una orden en un lugar donde ya
estaba trabajando otra. Los agustinos, resueltos a no alzar el campo, se instalaron en una
posada, a la cual decoraron con el nombre de convento, y, contrariando las disposiciones
del Concilio de Trento, se pusieron a decir misa, predicar y confesar sin permiso del
obispo Ayala. Quiso éste echarlos por la fuerza, pero la Audiencia le negó su concurso. Y
los frailes, parapetados en su posada, con armas y arcabuces, con todo un ejército
auxiliar de laicos, se mofaban de los rayos episcopales. 46 Hay que agregar, sin embargo,
que el obispo Ayala favoreció poco después la fundación de un nuevo convento
franciscano, como que él mismo era franciscano. Con este hecho vemos que bajo capa
de rivalidad entre obispos y regulares, reaparecía a veces el antagonismo entre las
órdenes. Muchos obispos de la Nueva España en el siglo xvi pertenecían a una de las
tres órdenes; fácil es dar ejemplos: franciscanos eran Zumárraga, Ayala, Hojacastro;
dominicos, Garcés, Montúfar, Alburquerque; agustino, Medina Rincón. Por muy hostiles
que fueran a los privilegios de los religiosos, siempre se veían tentados de llevar el agua a
su molino, favoreciendo a la orden cuyos hijos eran, a costa de las otras dos. Es evidente
que esto no podía servir a la concordia. Espíritu análogo se nota en los prelados salidos
del clero secular, tales como Quiroga y Ruiz Morales. No era ya la fuente de sus
resistencias a los frailes solamente el amor al decoro episcopal y la defensa de sus
derechos, sino un sentido de solidaridad y la defensa del clero a que habían pertenecido,
más maleable y bajo férula, por otra parte.

Tampoco aquí hallamos elemento alguno de concordia, puesto que el clero secular se
mostraba siempre adverso a los regulares. En sus críticas a los clérigos eran tan
vehementes los frailes como en sus invectivas a los prelados: los del clero secular, en el
pensamiento de ellos, ignoraban las lenguas de los indios y creían que todos sus deberes
apostólicos quedaban cumplidos con sólo celebrar la misa; eran causa de la ruina de los
pueblos por la vida costosa que llevaban, con tantos huéspedes y amigos que sostenían;
se entregaban a los negocios seculares y descuidaban corregir los vicios y los pecados de
los indios, con tal que les ayudaran en sus asuntos; 48 más se ocupaban de cazar y
divertirse que de enseñar el catecismo. Llegan a acusarlos de inhabilidad y simonía,
como en la carta de los franciscanos de Michoacán a Felipe II, y en la requisitoria de
Gilberti. Éste, en particular, se empeñó en vehementes ataques contra los clérigos
seculares: si hemos de dar crédito a las piezas de su proceso, anunció a los indios que
pronto vendrían sacerdotes que tratarían de pervertir su fe y de engañarlos en su
doctrina, de suerte que para salvarse tendrían que ser fieles a los frailes de San
Francisco, Santo Domingo y San Agustín, no haciendo caso de los nuevos.

Al parecer, es verídico que la mayoría de los clérigos seculares no eran de vida muy
recomendable. Claro que no podemos tomar como fundamento para pensar así el
proceso seguido a Diego Díaz, cura de Ocuituco. Éste, no satisfecho con entregarse a la
disolución con las indias, llegando a vivir maritalmente con su propia hija, se entregaba a
bufonerías al celebrar la misa; quiso arruinar a un indio a quien acusó calumniosamente
de idolatría y aun tuvo la osadía de mandar que se hiciera dar a los españoles un falso
juramento sobre los evangelios. Tal cúmulo de infamias está mostrando por sí solo que
nos hallamos ante un caso extremo y excepcional. Y tan lejos de la prudencia y de la
justicia sería juzgar a un clérigo con base en un proceso de esta naturaleza, como juzgar
a un pueblo con fundamento en los archivos de un juzgado de lo penal. Pero el virrey
Mendoza, que no era ni un sectario ni un exagerado en sus juicios, sino todo lo contrario,
los juzga con gran severidad: “… los clérigos que vienen a estas partes son mines y todos
se fundan sobre intereses; y si no fuese por lo que S. M. tiene mandado y por el baptizar,
por lo demás estarían mejor los indios sin ellos. Esto en general, porque en particular
algunos buenos clérigos hay…”

Todo esto, sin embargo, en nada excusa los medios violentos, a veces excesivos, de
que los religiosos se sirvieron contra ellos para estorbar que se establecieran en las
parroquias que ellos ambicionaban y que a toda costa querían tener en su poder. A la
bien conocida historia de Juan de Ayllón, a quien maltrataron y echaron de su casa con
todo lo suyo, verdaderamente manu militari, porque querían establecerse en su
parroquia, 55 pueden agregarse ejemplos tan característicos como el de Ocuituco. Los
agustinos, establecidos en este pueblo, se obstinaban en que los indios les construyeran
un convento, aun sin esperar a que terminaran la iglesia, más necesaria desde luego; en
dos ocasiones les había mandado Zumárraga que suspendieran la edificación del
monasterio hasta que el templo estuviera concluido, y como no le obedecieron, nombró
un cura secular para que doctrinara a los indios, les administrara los sacramentos y los
defendiera de los trabajos forzados excesivos a que los frailes los obligaban. Entonces los
agustinos resolvieron dejar el pueblo, pero llenos de furia desmantelaron la iglesia y se
llevaron todo a su convento de Totolapan, aun la campana, los ornamentos, los cerrojos
y llegaron incluso a arrancar los naranjos y demás árboles frutales que en la huerta
habían plantado. Zumárraga mandó acabar el templo y lo proveyó de todo lo necesario;
una vez terminado y ajuareado, se presentaron a decir al cura que la iglesia era suya y
regresarían a ella aun contra la voluntad del obispo, y entonces dijeron que, si se daba a
los franciscanos ellos los recibirían a lanzadas. 56 No obstante, en este caso todas las
violencias se redujeron a palabras. Acto mejor, o dicho más exactamente, peor, es el
siguiente. El obispo de Michoacán, Quiroga, se duele de que los frailes, para obligar a los
indios a acudir a sus conventos, les mandaban demoler las iglesias construidas por orden
del obispo y se llevaban las campanas, los cábces y los ornamentos. En el arzobispado de
México, los frailes franciscanos Juan Quijano y Francisco de Ribera, en particular,
soliviantaron a mil seiscientos indios, los armaron con arcos, flechas y escudos, y en el
peso de la noche fueron a echar abajo la iglesia de San Pedro Calimaya, prendiendo
fuego a lo que de ella quedaba; de igual modo hicieron destruir la iglesia de San Pablo
Tecamachalco. Lino de sus hermanos de hábito, fray Antonio de Torrijos, confiesa que él
mismo quemó una iglesia.

No se quedaban atrás los clérigos. No se limitaban a decir a los indios que los
religiosos carecían de facultades para administrarles los sacramentos, o a abrir contra
ellos procesos de herejía, como pasó con fray Maturino Gilberti. Respondían dando
golpe por golpe, y a veces madrugaban en el ataque. En 1550, cuando el conflicto en que
se enredaron los obispos de Michoacán y Nueva Galicia por cuestión de límites, los
clérigos de Michoacán invadieron el territorio de la vecina diócesis, se dieron al pillaje y
saqueo de una iglesia, apresaron al cura y ahuyentaron con violencia a los frailes que allí
encontraron. En 1559, en Puebla, saquearon una noche el convento de Santo
Domingo, maltrataron a los frailes, quebrándole los dientes al prior, fray Andrés de
Moguer, y robaron de allí cuanto pudieron. Gilberti, siempre sospechoso naturalmente,
dice que en Pátzcuaro quebraron las pilas bautismales del convento franciscano y
echaron por la fuerza a fray Jacobo Daciano. En la misma ciudad de México en varias
ocasiones invadieron con armas algunas capillas adonde solían los indios llegar en
procesión, dirigidos por franciscanos, y pretendieron evitar que entraran. En una de estas
ocasiones, agotada la paciencia de los indios, fueron apedreados por éstos y con mil
trabajos se logró acallar el escandaloso motín. Tampoco dejaron de acudir al fuego. El
doctor Anguis escribe (al Rey Felipe) “Y ansi mesmo contrará a Y M. lo que en el obispado
de Mechuacán han pasado los padres agustinos con los clérigos de aquella provincia,
sobre cuál o cuáles habían de quedar en el pueblo de Tlazazalca, y cómo vinieron a tánto
rencor los unos con los otros que amaneció quemada la casa de los frailes, y estuvo en
poco que no se ardieran media docena de frailes de los que habían acudido a defender la
casa… hoy día me certifican que hay desafíos entre ellos llevando el negocio como si
fuera entre soldados.”

El gran pleito en que se enredaron frailes y obispos con su clero fue el de los diezmos. Es
característico, porque en él hallamos juntos todos los motivos de queja que tenían unos
de otros. Conviene, por tanto, resumirlo aquí, al menos para el pontificado de Montúfar,
durante el cual llegó a su mayor enardecimiento. Al principio se tomó la resolución de
eximir de diezmos a los indios, para que no por temor a su carga se les hiciera odiosa la
nueva religión. Ya contribuían a sostener a los frailes que los evangelizaban y con esto
parecía suficiente. Pero una vez fundados los obispados con sus correspondientes
capítulos de canónigos, y llegado a los ministerios el clero secular, se pensó en obtener
nuevos recursos económicos para estas necesidades y se dispuso que los indios pagaran
el diezmo, como al fin se mandó, no sin la más vehemente oposición de los frailes. 65
Ya en mayo de 1544, bajo el gobierno de Zumárraga, habían dado una respuesta
desfavorable sobre esta materia. El 15 de mayo de 1550 los franciscanos, por la pluma
de su provincial, Motolinía, y el 15 de septiembre de 1555 los tres provinciales, frailes
Bernardo de Alburquerque, dominico; Francisco de Bustamante, franciscano, y Diego de
Vertadillo, agustino, alzaron la voz contra el pago de los diezmos por parte de los
indios, y el 20 de enero de 1557 los frailes de las tres órdenes redactaron en México un
nuevo memorial en el que afirmaban su oposición. 69 A estas protestas colectivas se
agregaron las individuales, como la violentísima carta de fray Nicolás Witte a Las
Casas.

La razón principal que los religiosos alegaban era que desde el principio los
misioneros habían insistido mucho en su desprendimiento: Dijimos a los indios —puede
resumirse así su pensamiento— que veníamos a darles las cosas de la fe gratuitamente y
sin interés alguno, que no veníamos en busca de otra cosa que sus almas, y este modo de
obrar ayudó bastante a la conversión. Si ahora se les obliga a pagar diezmos, dirán que si
fue para provecho suyo o para provecho nuestro el haberles traído la religión. Así vendrá
a ser el pago de diezmos un grave obstáculo para la conversión de los que aún viven en
el paganismo. A estos razonamientos respondían los obispos, Montúfar en particular, que
los diezmos podrían traer inconvenientes, pero venían a remediar un mal mayor. Según
ellos, el clero regular se había reducido tanto, que era ya incapaz de asegurar la existencia
de las parroquias, siendo tan numerosos y tan esparcidos por el territorio los cristianos,
por lo cual una gran parte de indios convertidos a la fe se hallaban prácticamente
abandonados y el único remedio de tal situación era la abundancia del clero secular. Éste
no podía formarse ni vivir sin los diezmos de los indios. Otra ventaja se lograba: libres de
los trabajos ministeriales, podrían los religiosos, si lo deseaban, consagrarse a la conquista
espiritual de tierras donde aún no se había fundado la Iglesia.

Verdad es que por ambas partes había sinceridad en estos alegatos. Pero el lector que
nos ha seguido hasta aquí adivina sin dificultad que a estos motivos de orden espiritual se
unían consideraciones de muy distinto carácter. En el fondo, parece que los religiosos
tenían más aversión al aumento del clero secular que a la institución de los diezmos. No
todos habían llegado al total desprendimiento y a la perfecta obediencia. Unos se habían
acostumbrado al ministerio parroquial, penoso sin duda alguna, pero mucho menos que la
penetración a país de infieles, además peligrosa. En otros, el gobierno de aquellos indios
dóciles y cariñosos había fomentado el espíritu de dominio y se les hacía duro dejar el
ejercicio del poder. Otros, en fin, se habían entregado con toda el alma a sus amables
feligreses y el solo pensamiento de abandonarlos les desgarraba el corazón. Y casi todos
estaban dominados por la persuasión de que los clérigos seculares no podrían sustituirles
en la misión apostólica, por su mediocridad intelectual y moral. Y, además, ¿cambiar
religiosos por seculares no era hacer creer a los indios que la enseñanza de aquéllos había
sido mala y poner en inquietud sus almas, al mismo tiempo que se quitaba el crédito a los
antiguos misioneros?

Por lo que toca a los obispos, buena cuenta se daban de que los religiosos, gracias a
su larga práctica ministerial entre los indios, a su experiencia en la administración de los
pueblos, a su afecto a los evangelizados por ellos y que los evangelizados correspondían
con creces, eran los verdaderos jefes espirituales de los indios. Con esto, se veían los
prelados relegados a un plano secundario y veían que los indios se sustraían a su
dominio, lo mismo que los frailes mismos. Así se explica en buena parte su deseo de
instituir el pago de diezmos y quitar de las manos de los religiosos las parroquias de
indios para entregarlas al cuidado del clero secular, que de lleno caía bajo su jurisdicción
y mando. De esta manera la querella de los diezmos vino a hacer más negra una
atmósfera surcada por las tempestades que levantaban los conflictos de jurisdicción, la
rivalidad personal y las desavenencias entre el clero regular y el secular. Todo en
perjuicio de la obra cristianizadora.

Participación de las autoridades temporales en las disputas religiosas. Malos influjos de los laicos en la marcha de la evangelización. La Primera Audiencia; sus abusos y conflictos con Zumárraga. Conducta de los virreyes: simpatías de don Antonio de Mendoza y don Luis de Velase o hacia el clero regular; causas de estas simpatías. Verdadera importancia de estas dificultades interiores.

Por otro lado, debe tenerse muy en cuenta que los más de los funcionarios de la Corona,
comenzando con el Virrey, eran partidarios fervientes de los religiosos. Los obispos
daban la impresión de haberse reducido a simples figuras de representación. Porque los
particulares laicos y las autoridades civiles tomaban parte activa en todas estas
discusiones y en todas estas disputas, aun en aquellas que eran de carácter netamente
teológico. 74 Ya vimos cómo Jerónimo López hizo una constante campaña en el ánimo del
Rey, lo mismo que en la ciudad de México, contra la fundación del convento de Santiago
Tlatelolco, contra la enseñanza del latín a los indios y contra la formación del clero de
raza india. Otros pusieron más graves y perniciosas trabas al trabajo apostólico.
Zumárraga se queja en 1537 de que los españoles por interés dejan a los indios practicar
la idolatría y entregarse a ritos del paganismo. Descorazona a los religiosos, según él dice,
ver que lo que ellos hacen por un lado, por el otro lo deshacen los españoles, y que son
éstos los que estorban la conversión de los indios. 76 Si los religiosos llegan a echarles en
cara sus malas acciones, van luego a quejarse con la Audiencia y ésta les da la razón. Así
queda impedida la autoridad eclesiástica de recurrir al brazo secular en demanda de
castigo para los culpables. Algunos de ellos ñierzan a los indios a trabajar en día de
fiesta, o les impiden oír misa. Todo esto no pasa de actos negativos. Hay quien vaya
más adelante: Zorita alza su voz contra los malos cristianos que por cuantos medios
pueden tratan de quitar autoridad a los religiosos en el alma de los indios, sin detenerse
ante el mismo falso testimonio.

Sin embargo, no parece que los seglares hayan sido obstáculo consciente y
sistemático a la obra misionera. Cuando, movidos de su avaricia, van a recoger los
fragmentos de los ídolos preciosos que los dominicos de Oaxaca hacían pedazos; cuando
van en pos de los religiosos para preguntar a los indios dónde quedaron los ídolos rotos,
probablemente no pasa por su cabeza que los indios pueden imaginar que los sermones
del misionero contra los ídolos no tienen más fin que enriquecer a los ávidos españoles
que los buscan, una vez rotos, por lo que vale la materia de que están hechos. 80 En
México, como en todas partes, los cristianos estorbaron la obra de los misioneros más
bien indirectamente: con sus malos ejemplos de disolución, de avidez de bienes de la
tierra; con sus actos brutales, sus durezas y aun crueldades contra los indios, dándoles
con ellos una pobre idea del influjo de la religión cristiana en el alma de quien la profesa.
¿Qué recurso quedaba, entonces, a los indios, sino el de huir para evitar el contagio
moral, ante la vida corrupta de los europeos? Un solo ejemplo: dos veces hubieron de
desamparar Michoacán los franciscanos porque los indios, fuera de sí ya por los excesos
de Ñuño de Guzmán, iban a esconderse en las montañas. Por esta razón pensaba el
obispo de Nueva Galicia, como lo dice en su carta al Rey, de Guadalajara el 12 de
diciembre de 1550, que la condición fundamental para la conversión de los cáscanos era
prohibir la entrada en su territorio a los españoles durante quince años, dejando
solamente entrar a los religiosos. Pero ésta es la misma triste historia de todo país de
misiones y no hay para qué insistir.

Pasada la falta de orden de los primeros años, la suprema autoridad de la Nueva España
se halló primero en manos de la Audiencia, y después en manos de los virreyes. La
segunda Audiencia, cuyo presidente fue el venerable obispo Ramírez de Fuenleal y entre
cuyos miembros se contaban hombres como Vasco de Quiroga, uno y otro de edad
madura, de probada virtud, de solidez de seso, no creó ni podía crear conflictos con los
misioneros. Muy inclinado a los indios, Fuenleal también actuó con los religiosos como
decidido protector y colaborador precioso, ya que él hizo cuanto pudo para la fundación
del Colegio de Tláteloleo. No puede decirse lo mismo de la primera Audiencia. Su
presidente era Ñuño de Guzmán y había en ella hombres como Juan Ortiz de Matienzo y
Diego Delgadillo. Bien sabido es el modo violento y brutal con que se puso en batalla con
Zumárraga, tanto como obispo como en carácter de defensor de los indios. Por una
cédula fechada en Burgos el 10 de enero de 1528 Zumárraga, presentado para el
obispado de México el 12 de diciembre anterior, recibió de Carlos V el cargo y título de
“protector de los indios”. Ya en México, hubo de oponerse a los abusos y rapiñas de
Ñuño de Guzmán y sus dos oidores, cómplices de sus malos hechos, el factor Gonzalo
de Salazar y el intérprete García del Pilar, personaje éste de tan gran virtud que dos o
tres veces había escapado de la horca. Estas honradísimas personas traían el país al
retortero: hacían que los caciques indios, forzados por sus violencias, los cargaran de oro
y joyas; obligaban a los pobres indios a la constante fatiga de trabajos sin retribución,
invadían sus tierras y se adueñaban de sus ganados. Dicho está con ello el respeto que
tendrían de sus mujeres: Delgadillo violó por sus emisarios la clausura del colegio que en
Tezcoco habían fundado los franciscanos para el recogimiento de indias, y sacó a la
fuerza de la manera más escandalosa a dos jóvenes indias cuya belleza había seducido a
uno de sus hermanos. Mal papel podía hacer Zumárraga ante tales excesos: venido de
España sin haberse consagrado aún, no hacían más que responderle los malhechores que
era un frailecillo como los demás. Su jurisdicción, sus derechos y deberes en materia de
protección de los indios eran tan vagos y mal definidos, que siempre podían contestarle
que se metía en lo que no le importaba. Más disminuía su autoridad cuando los indios,
no contentos de quejarse de las lesiones que realmente recibían en sus derechos,
procuraban abusar de sus buenas disposiciones hacia ellos y llegaban a darle quejas
excesivas o mal fundadas, y con su apoyo trataban de esquivar cargos y obligaciones que
nada tenían contra la justicia. Aparte de que el protector no podía hallarse en todas partes
y necesitaba el auxilio de visitadores, lo mismo que, para bien ejercer su oficio, conocer
en todos los procesos en que entraran indios y castigar a los españoles que resultaran
culpables. En breve, para poder cumplir con eficacia su cargo de defensor de los indios,
se veía obligado a asumir el mando del país. Exorbitante exigencia, de la cual sólo tenía la
culpa la Corona, pero que la Audiencia, a la cual incumbía la responsabilidad militar,
política y civil, no podía admitir de ninguna manera. Con lo cual Zumárraga sólo venía a
quedar con el poder de las armas espirituales y, cualquiera que haya sido su poder en
esos días, no era para intimidar a gente como Guzmán y sus amigos.

A poco de haber llegado a México, presentó el obispo su nombramiento de protector
a la Audiencia. Le respondió ésta que le daría el apoyo necesario, pero con acritud se le
hizo notar que había delegado indebidamente sus facultades en otros religiosos, los cuales
usurpaban la jurisdicción de la Audiencia, constituyéndose jueces de lo civil y de lo
criminal. Más tarde, cuando comenzó a llevar a tribunal las quejas de los indios, le
contestaron que la Audiencia se reservaba este género de procesos y que él no debía
meterse con los indios, sino para enseñarles el catecismo, como los demás frailes. A una
petición de entrevista que él hizo, Guzmán y sus oidores respondieron con amenazas de
destierro, confiscación de rentas y proceso. Al mismo tiempo prohibieron a los indios, so
pena de la horca, que acudieran con quejas ante el tribunal del protector. Y tal terror
inspiraban aquellos tres forajidos, que el obispo se vio prácticamente aislado; no había
quien osara hablar con él y no pudo hallar un jurista con la suficiente intrepidez para
aconsejarle. Sin perder ánimo con aquella situación, hizo cuanto pudo para conciliar la
paz. Y no logrando nada, no halló otro remedio que fustigar públicamente a la Audiencia
en un sermón y amenazar con dar cuenta al Emperador de lo que pasaba. Los oidores
dejaron de asistir a los divinos oficios y dedicaban los días de fiesta a pasear por los
jardines de las cercanías, con gran escándalo del pueblo fiel. Después presentaron a
Zumárraga un calumnioso escrito, en el cual se empeñaban en arrojar sobre él
ignominiosos cargos en su vida de obispo y de religioso. El prelado pidió en vano una
copia de tal documento, tuvo en balde una entrevista con el presidente y otra no menos
inútil con toda la Audiencia, en presencia de los religiosos más calificados de los
franciscanos y dominicos; propuso en vano una solución nueva que le permitiera cumplir
con los deberes de su cargo sin invadir la jurisdicción de la Audiencia. Nada se logró. Las
quejas de los indios siguieron llegando a su tribunal y una de ellas fue la chispa que
provocó el incendio.

Procedía esta queja de Huejotzingo (Puebla), del repartimiento de Cortés. Vinieron a
denunciar los indios que además de las contribuciones normales que regularmente daban
a su encomendero, les obligaban a dar día con día algunos víveres para la casa de cada
oidor, y que el intérprete García del Pilar exigía una contribución especial para él mismo.
Zumárraga rogó a los indios que mantuvieran en secreto su reclamación, y sin declarar de
dónde lo había sabido, denunció el caso a la Audiencia y pidió una lista de los tributos.
Le respondió Ñuño de Guzmán que la Audiencia no tenía que darle cuentas, y que si se
empeñaba en seguir con su defensa de los indios, lo haría colgar como al obispo de
Zamora, don Antonio Acuña, que había sido colgado en los muros del castillo de
Simancas por haber tomado parte en la revuelta de los comuneros. Poco después Ñuño
supo la participación que en esta queja habían tenido los indios de Huejotzingo y mandó
a un alguacil que los prendiera. Informado a tiempo, Zumárraga mandó aviso a los
indios, que se acogieron al convento de Huejotzingo, y él mismo se puso en camino hacia
allá, seguido muy de cerca por el alguacil. Ni su presencia ni la enérgica oposición del
guardián, que era a la sazón Motolinía, pudieron impedir que los indios fueran presos y
traídos a México de la manera más ignominiosa. Zumárraga se quedó en Huejotzingo y
asistió tal vez a la reunión que se hizo bajo la presidencia del custodio para estudiar los
medios de responder al libelo de la Audiencia. Por unanimidad se tomó la resolución de
enviar a México a un religioso que predicara en San Francisco, conjurando a los oidores
a que respetaran la justicia, y proclamando ante los fieles todos, delante de Dios, que los
frailes no eran culpables de los crímenes que se les imputaban. El sermón fue el día de
Pentecostés, en la misa pontifical que celebraba el obispo de Tlaxcala, fray Julián Garcés,
y acabó en espantoso escándalo. Guzmán trató de callar al predicador, fray Antonio
Ortiz, y como éste pretendiera seguir, un alguacil, mandado por Delgadillo, y algunos
partidarios del factor Salazar se subieron al púlpito dando gritos, y tirando del hábito y
del brazo al fraile, dieron con él en el suelo en medio de la asombrada concurrencia. A
pesar de esto, la misa prosiguió y el predicador, que tal vez ya se esperaba lo que le
aconteció, no chistó palabra. Pero al día siguiente, el provisor del obispo, juzgando que
los autores del atentado se hallaban incursos en excomunión ipso facto, mandó que no se
les admitiera a la misa, a menos de que vinieran a pedir la absolución. La respuesta de los
oidores fue desterrarle de la Nueva España y de todos los dominios de Su Majestad y
mandar a un alguacil que fuera a prenderle y llevarle a la fuerza a Veracmz. El provisor
se acogió a sagrado. La Audiencia sitió la iglesia e impidió que le llevaran de comer.
Zumárraga vino en volandas a México, no bien supo lo que pasaba, logró apaciguar un
poco los ánimos y consiguió que los oidores fueran a San Francisco a cumplir la modesta
penitencia que les impuso y que era rezar solamente el Miserere. Los oidores, por su
parte, también se inclinaron a la conciliación y mandaron quemar el libelo injurioso que
habían hecho contra los franciscanos.

Aquello fue tan sólo una tregua. Poco tiempo después, Guzmán mandó derribar la
capilla de San Lázaro, adonde acudía en peregrinación la gente de los alrededores de
México, y en el mismo sitio se puso a construir para sí una magnífica casa de campo.
Todo, claro está, a expensas y sudores de los indios, a quienes hacía trabajar hasta los
días de fiesta, sin pagarles ni el material ni el trabajo. Cuando Zumárraga le presentó
algunas observaciones, se le rió en las narices. La Audiencia, a su vez, cuidadosa de
evitar que en la Corte se supiera con exactitud la situación del país y de que la fama de
sus grandiosas hazañas no llegara a ella, interceptaba la correspondencia a España y
principalmente retenía la del obispo. Hacia el año 1529, obligado a separarse de sus
oidores, con quienes ya no se entendía, y anheloso de congraciarse con el Rey con
brillantes conquistas, Ñuño de Guzmán emprendió la de la Nueva Galicia. No por estar él
ausente mejoró la situación. Quedaban Delgadillo y Matienzo, que valían tanto como él.
Dos meses después de partido el presidente, sacaron una noche del convento de San
Francisco, donde estaban retraídos, a dos tonsurados, Cristóbal de Angulo y García de
Llerena, perseguidos por el tribunal episcopal, y con esto provocaron un nuevo conflicto.
Llevados a la prisión pública, fueron puestos a tormento. Entonces Zumárraga, el obispo
de Tlaxcala, los superiores y religiosos de San Francisco y Santo Domingo fueron en
procesión a la cárcel a reclamar los reos. Tan caldeados estaban los ánimos —cada grupo
con sus respectivos partidarios—, que aquella procesión terminó en batalla campal y el
mismo Zumárraga, perdida su habitual paciencia, se puso a responder “por los mismos
consonantes” a las injurias de carretonero que Delgadillo le lanzaba al rostro, y éste, ya
sin dominio de sí, acabó “con una lanza arrojando botes a los frailes” y a los obispos
Zumárraga acudió a las más rigurosas sanciones. Fulminó el entredicho contra los oidores
y amenazó con extenderlo a la ciudad entera, suspendiendo todo culto, si en término de
tres horas no eran entregados los presos. Eos oidores, cuya oportuna mansedumbre y
concíbante habibdad hay que admirar, contestaron mandando arrastrar, ahorcar y
descuartizar a Cristóbal de Angulo, y cortándole un pie, a más de darle cien azotes, a
García de Flerena.

El culto se suspendió. Los franciscanos desampararon iglesia y convento y con los
niños de su escuela se marcharon a Tezcoco, dejando el tabernáculo abierto, desnudos
los altares, trastornados bancas y púlpito y el templo “yermo y despoblado”. Siguieron
interminables negociaciones, en las cuales tuvo la parte principal el ayuntamiento de la
ciudad y en favor de la Audiencia hubo el discreto apoyo del obispo Garcés y los
dominicos. No se logró, a pesar de estos esfuerzos, concibación alguna. El conflicto
había comenzado en plena Cuaresma, y al negar la Pascua, quedó automáticamente
suspenso. Ya no renovó el entredicho Zumárraga en la octava de la Pascua. Pero no
podía levantar la excomunión en que habían incurrido personalmente los oidores, a
menos de que ebos vinieran a pedir la absolución, y como se obstinaban en no hacerlo,
no se veía camino de avenencia. De hecho permanecieron excomulgados hasta la begada
de la segunda Audiencia y sin duda por los principios de 1531 les debió ser levantada la
censura. No sabemos, por lo demás, el género de satisfacción que se les haya impuesto,
aunque parece haber sido mínimo, pues acerca de esto Motolinía dice con acritud que “la
justicia nunca hizo penitencia ni satisfacción ninguna a la Iglesia”, y crudamente agrega:
“porque un idiota los absolvió”.

Hemos tenido necesidad de exponer a grandes rasgos este famoso conflicto, uno de
los episodios más conocidos de la historia de la Nueva España en el siglo xvi. No cabe
duda de que los problemas propiamente misioneros quedaron en él en un plano
secundario. Verdad es que ningún misionero puede abandonar la defensa de sus
convertidos, aun en el campo de los meros intereses materiales, y que el cargo de
protector de los indios era una función propiamente misionera, por lo cual Zumárraga no
salía de su esfera misional al ejercerlo y defenderlo. Sin embargo, la causa esencial de
esta confusa lucha debe buscarse en la conducta de la primera Audiencia, con seguridad
el gobierno más cínicamente despótico, más deshonesto y más disoluto que México tuvo
en toda su época colonial. No hay que hacer esfuerzos para comprender a cabalidad
cómo se agotó la mansedumbre de Zumárraga y, exasperado por tan grande rapacidad,
crueldad e insolencia, el obispo hubo de dar pruebas de una intransigencia que a algunos
les parece excesiva. Pero tampoco podíamos haber dejado a un lado tales
acontecimientos, pues ellos fueron durante el periodo que vamos estudiando el único
conflicto realmente serio que hizo andar en luchas a los obreros de la evangelización y a
las autoridades civiles. La segunda Audiencia, como varias veces hemos hecho notar,
colaboró con toda el alma con los misioneros. Por lo que toca a los virreyes Mendoza y
Velasco, eran verdaderos magnates, grandes señores de tan alto nivel moral, que aun en
caso de no hallarse de acuerdo, no hubieran jamás descendido a las vilezas de Delgadillo
y Guzmán.

El caso, por lo demás, jamás se ofreció. Ya vimos cómo Mendoza animó con empeñosa
simpatía, poniendo de su parte cuanto pudo, la fundación del colegio de Tlatelolco.
Estrecha amistad le ligaba con Zumárraga, y poco afecto al clero secular, al cual hubiera
querido de más sólida virtud, dio siempre su apoyo a los regulares. Escribía a su sucesor
que sin ellos no podía hacerse gran cosa y que él se hallaba contento de haberlos
favorecido, aunque algunos lo criticaran, por lo cual le aconsejaba que obrara igual. 86
Don Luis de Velasco siguió su consejo y dio muestras de ser el más resuelto partidario, y
el más lleno de energía, de los religiosos. Tenemos de él una carta a Felipe II que es una
verdadera apología entusiasta y sin reserva de los frailes: sin ellos, la conversión de los
indios, lo mismo que su adoctrinamiento en la fe, serían imposibles. Estas “santas”
órdenes han plantado la Iglesia en el país y cada día extienden su reino. Los religiosos
viven en la más completa abnegación y se empeñan en tener hermosos templos y
celebrar con pompa los divinos oficios, con lo cual atraen grandemente a los indios. Su
conducta para con las órdenes religiosas fue tan nítida desde el principio, que en 1552
cuatro franciscanos, Gaona, Motolinía, Escalona y Juan de Olarte, escribían a Carlos V
para pedirle que fortaleciera la autoridad del Virrey y acrecentara sus emolumentos.
Esta conducta del Virrey no dejó de provocar las protestas de los prelados, quienes al
atacar a los frailes, de soslayo censuraban al representante del Rey. El arrebatado
Montúfar, con su acostumbrada vehemencia, se quejaba diciendo: “Los prelados de las
Iglesias somos tan desacatados de los religiosos y desfaborecidos de nuestro visorrey que

no hay sacristanes más apocados…”, 89 y ruega que no se haga caso de sus informes, ya
que se halla en manos de los religiosos. El doctor Anguis, que con todo y su parcialidad
es menos sospechoso que Montúfar, nos confirma que el Virrey se ha entregado a la
defensa de las querellas frailunas. Según él, el Virrey se ha declarado en guerra contra los
obispos, a quienes echa en cara sus hábitos de querer ir antes en todo, su hostilidad hacia
los religiosos, el negarse a ordenar sus candidatos, y denuncia el despego de Montúfar
para con sus fieles, lo mismo que su carácter impulsivo, a lo cual el arzobispo replicaba
con las mismas críticas. Y cuando se les pregunta a los frailes por qué se obstinan con tal
furor en sus procesos, responden que es por mandato del Virrey, y todo su tiempo lo
gastan en deliberar y conspirar en unión suya en contra de los prelados. 90 De esta
manera el Virrey no hizo el papel de árbitro conciliador que le tocaba, y al cual parecía
naturalmente llamado por sus elevadas funciones y su carácter laico, y tuvo la
imprudencia de tomar partido en las querellas eclesiásticas, contribuyendo así en gran
parte al desorden y agitación que estorbaban la marcha de la obra evangelizadora.

Si hemos de decir verdad, aquello parecía inevitable. Claro está que muchas más
causas de conflicto podían ofrecerse entre el Virrey y los obispos, sobre todo el arzobispo
de México, su igual en dignidad ya que como metropolitano era la mayor autoridad
religiosa en el país, así como entre el Virrey y los frailes. Con éstos no cabía que
surgieran aquellas puntillosas querellas de etiqueta y precedencia que llenan la historia de
la América española y hacían con frecuencia andar a la greña a funcionarios, civiles o
militares, y prelados o dignatarios eclesiásticos. Y, por otra parte, las órdenes, en
cuanto colectividades, representaban un poder más alto que el de un obispo.
Representaban un poder más alto en España y ante la Santa Sede, pero mucho más en
México: ellos en gran parte lo gobernaban y administraban, material y espiritualmente, y
ante el pueblo indio aparecían como los verdaderos jefes y amos en lo espiritual y en lo
temporal, en tanto que los obispos casi no tenían trato con muchos de ellos. ¿Qué había
de hacer un hombre de gobierno si no tratarlos con todos los miramientos para hallarse
bien con ellos? Y tan grande era la tensión entre obispos y frailes, que parecía imposible
tratar bien a unos sin que se sintieran tratados mal los otros. Difícil cosa para un Virrey
mantener en equilibrio la balanza: al tratar de ejercer una acción conciliadora se exponía a
que un grupo y otro lo vieran como enemigo al mismo tiempo, con lo cual la situación del
país hubiera sido mucho peor. Obligado casi a su pesar a elegir entre los dos bandos, era
natural que se colocara en el que le parecía más indispensable para el cumplimiento de su
misión.

No faltará lector que haya sentido náuseas al leer nuestro relato de tales querellas, de
tales conflictos y de tamañas intrigas y piense que ninguna utilidad hay en evocar estas
miserias de la naturaleza humana. Creemos lo contrario: no sería posible dar un cuadro
integral de lo que fue la obra de la evangelización en México si, guardando silencio,
mutiláramos arbitrariamente los hechos atestiguados por los documentos. Mal conocida y
mal apreciada sería la obra de las tres órdenes en México durante el siglo xvi si no se
conocieran las condiciones en que trabajaron y los obstáculos que hubieron de vencer.
Por lo demás, téngase muy presente que no damos a todo esto sino importancia muy
secundaria. Sólo han sido estas dificultades el fondo negro en que se destaca la obra
evangelizadora. Pudieron hacerla molesta, pudieron hacerla lenta y decaída a veces:
jamás avasallarla, jamás detenerla. Si las hallamos de continuo, con una constancia
regular diríamos, en la correspondencia de aquellos tiempos, es que para esto es
precisamente la correspondencia, y cuando se escribe al Rey o al Consejo de Indias no es
para hacer elogios gratuitos del prójimo, sino más bien para defenderlo de las críticas, si
se habla de un amigo, o con el fin de revelar sin benevolencia sus malas obras, si se habla
de un enemigo.

La oposición venida de parte de los indios es una traba mucho más importante. Por
desgracia la conocemos mucho menos. Y ello se explica fácilmente. Con todo, debemos
examinarla, tanto más cuanto que nos pone ante los ojos el problema de la eficacia de la
predicación primitiva.

Fuente: R. Ricard, La Conquista Espiritual de México [2014], traducción, distribuido en archives.org

Definición de Silla Apostólica

Ver el significado de Silla Apostólica en el diccionario jurídico y social.

Silla Apostólica

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