Primeros Hospitales Religiosos

Primeros Hospitales Religiosos en México

[aioseo_breadcrumbs][rtbs name=»informes-juridicos-y-sectoriales»][rtbs name=»derecho»] Los religiosos médicos. Las epidemias. Necesidad de los hospitales para indios.

“Médicos y curadores… de las llagas corporales y enfermedades”, escribía el padre
Juárez de Escobar. En abono de su afirmación pudo haber citado el ejemplo de
abnegación de los dominicos durante la epidemia de 1545 y, más aún, la muerte del
franciscano fray Agustín de Deza, guardián de Zapotlán, quien en 1551 contrajo a la
cabecera de los enfermos indios la dolencia que había de llevarle al sepulcro. Pero los
religiosos propiamente dedicados a la medicina no fueron tantos, y entre los pocos que
hay que tomar en cuenta, los más se apücaron a curar españoles que indios. De ellos es
el más conocido el doctor García Farfán, graduado en la Universidad de México (1562-
1567), quien al quedar viudo ingresó en la orden de San Agustín en 1568 y profesó en
manos de fray Diego de Vertadillo al año siguiente. Él nos dejó escrito un tratado de cirugía y dos de medicina, bien conocidos de sus biógrafos. Cabe advertir que su Tratado breve de medicina estaba destinado a los indios que no tenían médico cerca.

También se guarda el recuerdo de varios hermanos legos franciscanos que practicaron
medicina y cirugía. De ellos, fray Pedro de San Juan parece haber sido persona de no
muy recomendables prendas: en 1543 mandaba el virrey Mendoza que se le buscara, por
ser fugitivo de su convento, donde había dejado colgados los hábitos. Muy distinto era el
cirujano fray Juan de Unza, muerto en Acapulco en 1581, pues éste cada vez que un
enfermo se le moría, se daba una dura disciplina, temeroso de haber sido negligente. Y si
vamos a fray Lucas de Almodóvar, enfermero del convento de México, se le reputaba
santo. Tenía, según se dice, “don de curar” y se hizo famoso por haber sanado al célebre
agustino fray Alonso de la Veracmz, y más aún, por haber salvado de la muerte al virrey
Antonio de Mendoza, a quien los médicos habían desahuciado.

Corta es la lista, a la verdad. Pero la forma en que los mi s ioneros se esforzaron en
subvenir a la necesidad de los indios, remediando en lo posible su miseria, ñie la
fundación y organización de hospitales. Obra tanto más necesaria, cuanto que la Nueva
España era tierra visitada por frecuentes y mortíferas epidemias. “Después que esta tierra
se descubrió —escribe Sahagún por el mes de agosto de 1576—, ha habido tres
pestilencias muy universales y grandes, allende de otras no tan grandes y universales” y
pensaba que “a durar mucho tan gran plaga, todo se acabaría”. Si tan amarga predicción
no llegó a realidad, se debió quizá en mucha parte a la actividad de los religiosos. Enorme
el territorio, era abrumadora aquella empresa, si la juntamos a las ya de suyo graves que
conocemos, y hubo de llevarse a hecho con lentitud. El 15 de diciembre de 1554
aseguraba el arzobispo Montúfar que los hospitales en México eran de lo más necesario,
y en 1555 el Primer Concilio de México, del cual buena parte de religiosos fueron
asesores, ordenó que en cada pueblo, al lado de la iglesia, se edificara un hospital para
refugio de enfermos y pobres, con lo cual pudieran los sacerdotes visitarlo fácilmente y
darles los sacramentos. 7 De estos datos hay derecho a concluir que por aquellas fechas
no era todavía suficiente el número de los hospitales. La decisión del Concilio de 1555
debió ser puesta en obra y dar sus frutos, pues el sucesor de Montúfar, el arzobispo
Moya de Contreras pudo escribir: “En todos los pueblos que son cabeceras de indios hay
hospitales hechos con el trabajo, costa, y limosna de los mismos indios.”

Hospitales franciscanos y hospitales agustinos. La obra de fray Juan de San Miguel

El único hospital fundado por dominicos, que nosotros sepamos, fue el de Peróte, que
fray Julián Garcés edificó a sus expensas. Era él obispo de Tlaxcala, como sabemos, y su
hospital, en el camino de Veracmz a México, más recibía españoles enfermos por la
travesía y subida a la meseta, que indios. En fundar y dirigir hospitales se destacaron los
franciscanos y agustinos. Los primeros fueron grandes edificadores de hospitales
dondequiera. Los construyeron en la Nueva Galicia desde 1545, a raíz de una
epidemia; así, a fray Miguel de Bolonia se debe el de Juchipila (Zacatecas); ya en 1553
Nombre de Dios tenía un hospital, y Topia en 1555; el de Zacoalco se fundó en
1558. Estos hospitales eran también abrigo de los viajeros, precioso beneficio en tan
enorme territorio, casi del todo despoblado, y los recursos con que se sostenían eran los
llamados fondos de cofradía. El hospital de Querétaro, para indios y españoles pobres,
fue fundado, a lo que parece, por Hernando de Tapia, instigado por un religioso francés,
fray Juan Jerónimo. Y en los Papeles de la Nueva España hallamos, en las
descripciones de pueblos que publicó Del Paso y Troncoso, hospitales fündados por
franciscanos en diversos lugares y anteriores a 1572: en Tepeaca y en cada uno de los
cuatro pueblos de su dependencia, en Jalapa y en Tepeapulco. El de Jalapa estaba
destinado a españoles que hubieran enfermado con el viaje a México y a los indios que
adolecieran en el tráfico de las caravanas. En México, el hospital de indios llamado
Hospital Real, o de San José, lo fündó fray Pedro de Gante hacia 1530, y Zumárraga
también fundó por el barrio de San Cosme un hospital, destinado a los indios forasteros
en esta ciudad y puesto bajo la protección de Santos Cosme y Damián. En Tlaxcala los
franciscanos tuvieron un famoso hospital, el de la Encarnación, inaugurado con mucha
solemnidad en 1537. Cabían en él ciento cuarenta personas y tenía su cofradía para
servicio de enfermos y entierro de pobres, así como para la celebración de las fiestas.
Sosteníase con dádivas de los indios, que no se cansaban de hacerle ofrendas y limosnas
de todo género: lienzos y vestidos ya hechos, gallinas, cameros, puercos, verduras, maíz,
frijol: pasados siete meses los bienes del hospital eran de valor de mil pesos de oro. “Y
como los indios son muchos, aunque den poco, de muchos pocos se hace un mucho, y más siendo continuo, de manera que los hospitales están bien proveídos.”

Hay un nombre franciscano que resplandece entre todos en la historia de los primeros
hospitales de México: el de fray Juan de San Miguel. A él se atribuye la fundación de la
mayor parte de los hospitales de Michoacán. “En todos los pueblos —escribe Muñoz
—, así de naturales que están a cargo de Religiosos de nuestra Orden como de las
demás, y Clérigos, fundó hospitales cercanos a las iglesias donde se curan los enfermos,
vecinos y forasteros, se da posada a los caminantes, y se administran los Sacramentos de
Penitencia y Extrema-Unción.” Estos hospitales se hallaban bajo el nombre de la
Cofradía de la Purísima Concepción y formaban parte de ellos todos los indios que lo
querían. Los mismos indios se alternaban en el servicio de los enfermos: juntamente con
sus mujeres, habían sido distribuidos en grupos de cinco o seis, y cada grupo se
encargaba de su semana, durante la cual también hacía una ofrenda al hospital, de
acuerdo con sus medios de vida. Estos benévolos enfermeros tenían que confesar y
comulgar con cierta regularidad; todas las mañanas y todas las noches se juntaban en la
capilla para rezar la doctrina; tres veces a la semana, o sea, lunes, miércoles y viernes, se
decía el oficio por los difuntos, y todos los sábados había un culto especial en honor de la
Purísima Concepción, patrona de los hospitales. Algunos de éstos eran tan grandes que
cuando la epidemia de 1576 pudieron hallar alojamiento en ellos hasta cuatrocientos
enfermos. Sus recursos económicos estaban minuciosamente previstos: establecimientos
de éstos había que tenían rentas propias, pero la mayor parte eran sostenidos por los
indios mismos. Cada pueblo les dedicaba un día o dos de trabajo, o más, si era necesario:
la mitad de lo así reunido se consagraba al sostenimiento de enfermos y personal
administrativo y la otra mitad a la compra de medicinas, ropa, etcétera. A estos fondos
fijos hay que agregar las ofrendas voluntarias de los indios y el producto del trabajo en
pequeño de los enfermeros, y más de las enfermeras, durante sus horas de descanso en
el servicio directo de los enfermos.

Caracteres de los hospitales agustinos. Los hospitales de Santa Fe; su organización. Los hospitales como instrumento de perfección cristiana y escuelas de caridad.

Había igualmente hospitales en casi todos los pueblos administrados por agustinos,
particularmente en Michoacán, región en la cual las instituciones de caridad en manos de
religiosos parecen haber llegado a su más brillante florecimientos Poseemos informes
especialmente acerca de los de Charo, Huango, Cuitzeo —fundado por fray Francisco de
Víllafuerte—, y Tiripitío. Era este último célebre por su “soberbia y grandeza”; muy
alabado por sus “varias y espaciosas salas”, por su “bien dispuesta enfermería”. “Para la
vista y recreo, así de enfermos como de convalecientes, hicieron en el patio un ameno
jardín, con muchos arriates poblados de yerbas salutíferas o de vistosas rosas, con el
circuito de copados naranjos, a todo lo cual fertilizaba… una vistosa pila… que aparecía
en elevados plumeros de cristal en medio del jardín…” “…otros jardines había fabricado la industria alrededor del mismo Hospital”. 24 En todas partes, los indios del pueblo, hombres y mujeres, sin excepción alguna, estaban obligados a servir por turno en el hospital durante una semana. Allí guardaban una vida muy austera, monacal diríamos, principalmente las mujeres. Tenían que quitarse todos sus adornos y alhajas, “como son
gargantillas, pulseras y zarcillos”, y vestir con la mayor modestia; habían de guardar
“castidad, privándose aun de los lícitos tratos del santo matrimonio”; y entregarse
también a “largas horas de rezo, sin dispensar la media noche y madrugada en que rezan
sus maitines y primas, en oraciones y rosarios, con la circunstancia de ser todo lo más
cantado y de rodillas”. Régimen singularmente atrevido, en donde volvemos a
encontrarnos con ese esfuerzo de los agustinos por llevar a los indios a las alturas de la
más perfecta espiritualidad.

Los agustinos, lo mismo que los franciscanos, fundaron los hospitales no solamente
para abrigo y cuidado de los indios enfermos, sino también para acoger y albergar a los
viajeros y gente de paso, de suerte que las casas del pueblo no tuvieran la carga de
viajantes más o menos discretos: con esto se evitaba a los particulares dar un alojamiento
que hubiera sido para ellos oneroso y algunas veces hasta lleno de peligro. Eran también
los hospitales centros de abastecimiento, y abastecimiento gratuito, en donde los indios
hallaban cuanto habían menester: carnero, aceite, vino, azúcar y manteca, “comunes
remedios para sus achaques”, además de toda clase de consejos y avisos que procuraban
de los frailes.

Los hospitales más famosos de México, los dos de Santa Fe, son fundación del
primer obispo de Michoacán, don Vasco de Quiroga, cuando era solamente oidor de la
segunda Audiencia, por el año 1535. Uno de ellos se hallaba a dos leguas de la ciudad de
México, el otro en Michoacán, a la ribera del lago de Pátzcuaro. La persona misma del
fundador hace que ya no caigan en el campo de nuestro estudio estos dos hospitales. Sin
embargo, como durante algunos años estuvo el agustino fray Alonso de Borja encargado
de la dirección espiritual del pueblo y hospital de Santa Fe de México, hallamos pie para
resumir aquí la curiosa organización de este hospital.

Los hospitales de Santa Fe —puede hablarse en plural porque ambos se ajustaron a
la misma concepción y organización—, eran de un carácter muy particular. Más que
hospitales, como ha notado el padre Cuevas, eran verdaderos institutos de vida social y
económica integral. Constaban, además de las salas destinadas a los enfermos y los
aposentos para los directores y administradores de la obra, de escuelas, talleres,
almacenes, casas particulares para los miembros de la congregación y sus familias. Tal
era el nombre —el de familias — que se daba a esas casas, las cuales tenían siempre un
terreno anexo para huerta o jardín. El hospital era dueño de tierras y ganados, que
constituían sus principales fuentes de ingresos. El edificio central, destinado a los
enfermos, estaba compuesto de cuatro partes: alrededor de un patio cuadrado estaban, en
un costado, la sala de enfermos contagiosos; en el costado opuesto, la sala de los
enfermos no contagiosos; uno de los otros dos lados era de la casa del mayordomo o
administrador y el último, el de la del despensero. En el centro del patio había una capilla
con su altar, abierta por los dos costados, para que al decir misa el sacerdote pudieran
verle desde sus salas los enfermos. En cada una de las llamadas “familias” podían vivir
de ocho a doce casados, con su mujer y sus hijos, y si algún soltero se casaba, allí
llevaba a vivir a su mujer. Para el trabajo en las propiedades exteriores de la institución se
había establecido una ordenación, por la cual el rector designaba durante dos años a los
que allí habían de trabajar, y al terminar su turno, uno de los antiguos quedaba a instruir
a los nuevos. La jornada de trabajo constaba de seis horas y era en común y obligatoria.
Levantadas las cosechas, se repartían, dando a cada uno de los asociados una parte igual
y bastante para su consumo, se sacaban los gastos del hospital, y el resto, siempre
abundante, se guardaba para distribuirlo entre los pobres, hecha la necesaria reserva, por
si el año iba a ser de sequía o escasez. Ordenaban las constituciones que todos tuvieran
igual traje, de suma sencillez, así para hombres como para mujeres. Los cargos se daban
por elección y nadie podía ser reelegido para algunos de ellos, entre los más importantes.
No había lugar a pleitos o litigios: todo se resolvía amigablemente. Si algún asociado
observaba mala conducta era expulsado de la comunidad.

La beneficencia médica pudo, en los principios, ser medio de conversión, pues atraía a
los indios y les hacía ver el valor de la caridad cristiana. Pero la multiplicación de los
hospitales era fruto de muy diversas preocupaciones de los religiosos. En primer término,
la de proteger la vida material de los indios: a cada paso los veían diezmados por las
epidemias y ciertamente no fue Sahagún el único que llegó a temer la desaparición de la
raza indígena. Claro que no podían los misioneros contrarrestar los estragos de las
epidemias con la enseñanza de una higiene del todo desconocida en la época. El único
remedio que les quedaba era la fundación de hospitales, donde los enfermos pudieran
hallar, al menos, algunos cuidados y cierta comodidad y donde los contagiados pudieran
ser aislados de los demás. Pero no eran éstos los únicos fines para fundar hospitales: el
lector habrá quedado sorprendido de la austeridad de vida que se imponía a las
enfermeras en ellos dedicadas a cuidar a los enfermos: con ella se ponía empeño en hacer
más asiduas las prácticas religiosas, y la vida espiritual más honda y más elevada. Con
esto, los hospitales venían a ser ya no solamente asilos para los enfermos, sino una
especie de casas de retiro, en donde los indios, de tiempo en tiempo, llegaban a templar
sus almas en la soledad, la paz, la mortificación, la oración y el ejercicio de la caridad. Y
con esa circunstancia hemos señalado otro punto: si los franciscanos fundaban hospitales,
nos dice el Códice Franciscano, era para acoger a los enfermos y, al mismo tiempo,
adoctrinar a los sanos, “para enseñar con esto a los indios el ejercicio de la caridad y
obras de misericordia que se deben usar con los prójimos.’” Allí los misioneros sólo
hacían oficio de regentes y directores: el personal de servicio lo formaban los indios, ellos
mismos en gran parte sostenedores de los gastos del hospital. El cuidado de los enfermos,
a los ojos de los misioneros, tenía la ventaja de estar enseñando, con aquella diaria
práctica, la abnegación humilde, silenciosa y paciente, que es flor de la caridad. Las
limosnas que daban y los días de trabajo que al hospital consagraban iban desarrollando
en los indios el espíritu de previsión y el espíritu de solidaridad, al enseñar al individuo la
necesidad de sacrificarse en bien de la comunidad, y cimentaban poco a poco en las
almas el espíritu de fraternidad, que debe ser base de la comunidad cristiana. Si hacemos
a un lado las fundaciones de Santa Fe, más bien falansterios que hospitales, los hospitales
que los frailes establecieron, en especial los de Michoacán, a la vez asilos de enfermos,
casas de retiro y centros de edificación para los sanos, aparecen como una de las
creaciones más originales de las órdenes religiosas y como uno de los medios más
ingeniosos para hacer que las ideas cristianas penetraran en la vida común de todos los
días.

Fuente: R. Ricard, La Conquista Espiritual de México [2014]

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