Desamortización Eclesiástica

Desamortización Eclesiástica en México

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Nota: puede ser de interés la información sobre las Leyes de Desamortización en México.

Desamortización de bienes eclesiásticos

Sin causar mucho ruido, de modo más bien discreto y gradual, la imagen que teníamos del proceso desamortizador de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX (y sus consecuencias) ha experimentado un cambio profundo en las últimas tres décadas y media.1 Ya nadie, por ejemplo, podría sostener de manera persuasiva que en vísperas de la revolución mexicana, en un estado como Michoacán -poblado por un conjunto variopinto de pequeñas propiedades, rancherías, ranchos, haciendas y arriba de 250 comunidades indígenas-, poco más de 97% de la población rural carecía de propiedades agrícolas como resultado, entre otras cosas, de la aplicación de la conocida Ley Lerdo de 1856.2 Las razones detrás de este cambio son muchas y están aún por examinarse, aunque no hay duda de que la bibliografía relevante no sólo es hoy más numerosa que nunca,3 sino que guarda características propias que la distinguen de manera cada vez más marcada de la historiografía clásica asociada con autores como Andrés Molina Enríquez, Wistano Luis Orozco, George M. McBride o Frank Tannenbaum.

La “nueva” historiografía ha abandonado la visión centralizada, generalizante y hasta cierto punto unívoca que solía caracterizar a su antecesora. A diferencia de muchas de las interpretaciones precursoras, el enfoque que ahora domina entre los especialistas es patentemente local y descentralizado. El pormenorizado trabajo llevado a cabo en archivos municipales, estatales y algunos federales -muchos de los cuales habían sido previamente poco usados o de plano largamente ignorados- ayuda a explicar tal mudanza de perspectiva.4 La riqueza documental de estos acervos y el carácter detallado de sus fuentes han permitido una reconstrucción mucho más puntual de numerosas localidades situadas en estados actuales como México, Oaxaca, Hidalgo, Veracruz, Jalisco y Michoacán (entre otros).5 No es de sorprender, entonces, que los pilares documentales en los que la historiografía clásica descansaba -la Ley Lerdo de 1856, las leyes de colonización y terrenos baldíos de 1883 y 1894 y los censos de 1895, 1900 y 1910- hayan perdido buena parte de su alguna vez irrefutable poder explicativo. La imagen dicotómica ofrecida por los censos porfirianos -hacendados, por un lado, y peones jornaleros, por el otro- y la fuerza inexorable atribuida a la Ley Lerdo han sido paulatinamente sustituidas por un cuadro significativamente más heterogéneo y hasta enrevesado del campo mexicano en el siglo XIX y las primeras décadas del XX.

Este cambio de lente y escala, acompañado por supuestos teóricos más robustos, también ha permitido ofrecer un perfil mucho más sofisticado de la vida local e interna de las comunidades indígenas. En contraste con la visión canónica que dominó buena parte del siglo XX, cuando hoy los historiadores profesionales hablan de “comunidades indígenas” se entiende que lo hacen pensando en colectividades complejas, cuya identidad corporativa no sólo estaba lejos de inhibir el surgimiento de desigualdades materiales y rivalidades internas, sino que era de hecho el resultado de múltiples y constantes negociaciones y acomodos entre los miembros de cada localidad.6 Lo mismo puede decirse del régimen comunal de la tierra. En la actualidad, pocos profesionales de la historia argumentarían de manera convincente -como solía hacerse en el pasado- que se trataba de una forma de tenencia simple, esencialmente uniforme e invariable. Por el contrario, casi toda la bibliografía relevante de las últimas décadas insiste en señalar que la propiedad comunal en México años antes y después de la Revolución admitía de hecho un conjunto más bien variado de derechos que sancionaban y permitían al mismo tiempo distintos tipos de usufructo, tanto individuales como familiares y colectivos.7

Otro aspecto distintivo del giro interpretativo de las últimas décadas está relacionado con lo que podemos llamar, de manera un tanto tosca, la centralidad de la participación indígena. Hoy en día es cada vez más difícil sostener la perspectiva unilateral de muchos estudios clásicos, en la que terratenientes y autoridades liberales eran presentados virtualmente como los únicos actores relevantes del proceso desamortizador. La historia de este proceso es ahora examinada desde un punto de vista diametralmente distinto. Las comunidades y sus miembros ya no son tratados como personajes secundarios con poca capacidad de incidir en el curso de los acontecimientos, testigos más o menos inermes o rejegos (pero sólo testigos al fin) del desmantelamiento de sus tierras.

De hecho, el poder de intervención de los pueblos y grupos populares en general ha quedado ampliamente establecido, al grado de que hablar de “participación indígena” o “participación popular” de manera genérica resulta cada vez más insatisfactorio. El reto ahora consiste no sólo en señalar, sino en documentar y explicar el carácter heterogéneo y variable de dicha participación. De ahí, en parte, que el principal foco de atención (a veces, incluso, el único foco de atención) de muchos estudios sea la identificación y catalogación de las “estrategias” -ya sea de resistencia, acomodo o aquiescencia- empleadas por quienes hasta hace no tanto eran considerados incapaces de hacer frente a las políticas liberales salvo mediante ocasionales arrebatos de furia y actos violentos de desesperación.8

En suma, estas y otras tantas contribuciones han resultado en un verdadero giro historiográfico cuyos beneficios no pueden sino ser reconocidos y hasta aplaudidos. Con todo, lo que aquí quisiera argumentar es que, pese a sus innegables virtudes, dicho giro también ha traído consigo algunos problemas importantes. Si bien ha ayudado a subsanar varias de las deficiencias más patentes de la tradición clásica -su falta de evidencias documentales locales, su perspectiva centralizada y unilateral del proceso desamortizador, su limitado entendimiento de la propiedad comunal y las comunidades-, al mismo tiempo ha dado pie a investigaciones cuyo carácter es con frecuencia marcadamente más descriptivo que explicativo. Esto es, se trata de investigaciones que suelen ser muy meticulosas a la hora de referir episodios (aparentemente) aislados del proceso desamortizador en tal o cual localidad o municipio, pero que con frecuencia no ofrecen ni una cronología precisa de los episodios que relatan ni mucho menos un análisis de cómo estaban, de hecho, relacionados con circunstancias y condiciones más amplias (regionales, estatales, nacionales).

Mi impresión, en otras palabras, es que (al menos en parte) hemos pasado de una historiografía que por lo general hacía muy poco caso de las particularidades regionales y locales, a otra cuyo énfasis casi exclusivo en lo local y (sobre todo) lo episódico la ha llevado con frecuencia a descuidar el examen sistemático de las causas, el contexto y la evolución del proceso desamortizador. Si por un lado la tradición clásica basaba su explicación de dicho proceso en la especulación teórica y en un cuerpo documental limitado, por el otro, la “nueva” historiografía suele caer en un empirismo casuístico que le impide muchas veces elaborar una etiología, aunque sea aproximada, de los hechos que tan diligentemente ha ayudado a sacar a la luz. A diferencia del canon clásico que intentaba dar razones, si bien de manera equívoca y hasta simplista, acerca de lo que suponía había sido un ataque irresistible a la propiedad comunal, muchos estudios recientes parecen desentenderse de cualquier discusión acerca de las razones y factores que hicieron posible poner en marcha -así sea de manera parcial e inconsistente- las políticas liberales de la tierra. En suma, hace falta un examen más sólido de por qué, cuándo y según qué etapas ocurrió la transformación de la propiedad comunal.

No se trata de defender un regreso al canon clásico. Muchas de las premisas en las que descansaba han sido lo suficientemente refutadas como para intentar semejante empresa con éxito. Tampoco se trata de restarle importancia a los estudios locales. El problema, creo yo, es menos de escala (del tamaño del objeto de estudio) que de método y de miras. Lo que me interesa señalar es la necesidad de pensar formas de análisis que vayan más allá de la sola documentación y el solo registro (disperso) de hechos. De lo que se trata, en otras palabras, es de combinar la ambición explicativa de los trabajos clásicos (su interés por establecer conexiones entre acontecimientos, su espíritu analítico y su visión de conjunto) con el esmero por los hallazgos empíricos de la historiografía contemporánea.

Lo que propongo, entonces, es examinar la historia del reparto liberal en la meseta purépecha a partir de un conjunto de elementos o factores clave que, espero, permita un entendimiento más general de las causas, la evolución y las consecuencias del proceso desamortizador y que, al mismo tiempo, haga justicia a las peculiaridades de esta región montañosa michoacana. Se trata de un intento por sistematizar y explicitar factores que, salvo en casos excepcionales,9 aparecen en la historiografía o bien de manera desarticulada o sólo mencionados de modo tangencial, sin que realmente formen parte del análisis de los casos estudiados. Todavía más, se trata de un esfuerzo por identificar, abstraer y luego sustanciar con evidencia concreta elementos que, sostengo, son comunes a la mayoría de las regiones y localidades en donde la desamortización y otros procesos similares tuvieron lugar. Decir que estos elementos son comunes, sin embargo, no significa que hayan actuado exactamente del mismo modo en todos los casos. Al contrario, se conjugaron de forma distinta según cada caso y, en consecuencia, dieron como resultado múltiples historias distintas una de la otra. Lo importante, entonces, es que el análisis de estos elementos y de las diferentes formas en que se combinaron lo mismo permite comparar casos locales por encima de sus especificidades que dar cuenta de manera precisa de sus singularidades.

Lo que busco al proponer la elaboración de un cuadro analítico como el que enseguida se desarrolla es, en última instancia, defender la idea de que el reparto fue esencialmente un producto coyuntural. Entender el reparto liberal en estos términos nos obliga a no dar por hecho, como a menudo se hace, su surgimiento y desarrollo; nos obliga, en efecto, a examinar de manera puntual y ordenada los acontecimientos de los que derivó y a los que dio origen. Un producto esencialmente coyuntural, esto es, por definición, una combinación de condicionantes “estructurales” y cambios circunstanciales de última hora en que los actores involucrados fueron definiendo sus posturas y acciones sobre la marcha -y cuyos resultados fueron, por lo tanto, en buena medida inesperados.

Cinco factores clave

Veamos un conjunto de elementos o factores clave. En primer lugar, están aquellos que a falta de un mejor término hay que llamar estructurales. Se trata de elementos relativamente estables del paisaje geográfico e institucional que por sí solos no son causa de nada, pero que tampoco pueden concebirse como meros telones de fondo de la acción. Definen -a veces de manera intransigente, a veces de forma más o menos flexible y esporádica- los contornos del quehacer práctico. Lo mismo inhiben que hacen posibles determinados patrones de acción; en una palabra, lo suyo es hacer más probable la incidencia de determinados comportamientos y actividades en comparación con otros. Dos de estos elementos me parecen esenciales para analizar la historia del reparto liberal en la meseta purépecha. Por un lado, la topografía y el peculiar régimen hidrológico de la región que, de hecho, la dividía (y aún divide) en dos áreas claramente distinguibles y diferenciadas. Por el otro, el marco legal creado por los liberales para desmantelar la propiedad comunal: la Ley Lerdo de 1856, por supuesto, pero también la ley de reparto del estado de Michoacán, promulgada unos años antes, en 1851.

En segundo lugar, hay que considerar aquellos elementos que marcan cierto giro en la inercia de los sucesos. Podemos referirnos a ellos, de modo un tanto torpe y redundante, como factores coyunturales que a su vez ayudan a engendrar otras coyunturas más pequeñas y localizadas. Se trata de momentos que, incluso si lo hacen sólo de manera provisional, establecen un nuevo orden de cosas o, mejor dicho, que logran crear un ambiente de urgencia propicio para promover un nuevo orden de cosas. El fin de la ocupación francesa en 1867 representa tal momento en la historia del reparto liberal en Michoacán -y también en la historia de la desamortización en otras muchas regiones de México.

Hace falta, con todo, un tercer elemento, un factor precipitante que obligue de hecho a hacer valer en la práctica el sentimiento de urgencia recién creado y lleve a desencadenar una serie de respuestas por parte de quienes hasta ese momento habían permanecido más o menos indiferentes. En la meseta purépecha, ese factor lo constituyó primero, a partir de 1868, la aplicación de un nuevo impuesto sobre la tierra que si bien afectaba también a las propiedades rurales y urbanas particulares, era en especial gravoso para la propiedad comunal y las comunidades. En un segundo momento, que comenzó en la segunda mitad de la década de 1880, el revulsivo vino con el tendido de la red ferroviaria, cuya construcción dio origen a una demanda sin precedentes de madera y creó incentivos extraordinarios para abrir los bosques comunales de la región a la explotación comercial industrial.

Un cuarto factor a considerar es la capacidad de acción de todos los actores involucrados en una coyuntura dada. Por “capacidad de acción” me refiero no sólo a la facultad de resistir o lidiar con circunstancias adversas, sino a la habilidad de propios y extraños de reorientar esas circunstancias, según iban cambiando, para hacerlas servir a sus múltiples intereses. Es este juego de intereses, íntimamente ligado tanto a la geografía física como a la particular configuración social de la región, lo que le dio al reparto liberal en la meseta su peculiar trayectoria y resultado.

Finalmente, el quinto factor que me gustaría aquí destacar tiene que ver con lo que denominaré elementos agravantes. Es decir, sucesos o fuerzas que, o bien magnifican los alcances de una coyuntura determinada mientras ésta tiene lugar, o bien extienden sus secuelas una vez que ha pasado su momento más álgido. Esto fue, creo yo, lo que sucedió con el sutil, pero a fin de cuentas inexorable crecimiento poblacional de la meseta purépecha: pasado ya el ímpetu de las autoridades liberales por el reparto (c. 1875), las presiones demográficas, combinadas con el fin de la prohibición legal a la compra venta de tierras comunales, dieron pie a una nueva ronda de fraccionamientos de tierras comunales cuyo efecto acumulado a largo plazo fue quizá igual de importante que la misma política de reparto.

Lo que sigue es una síntesis apretada de cómo todos estos factores, estructurales, coyunturales, precipitantes, operativos y agravantes, se combinaron para poner en marcha lo que creo fue el primer desafío significativo en el siglo XIX al régimen comunal de la tierra en una de las regiones indígenas más importantes de Michoacán y, por extensión, de México.

Una forma de tenencia comunal, tres tipos de tierra, dos mesetas

A mediados del siglo XIX, cuando fueron promulgadas la Ley Lerdo y la ley michoacana de reparto, las comunidades indígenas de la meseta purépecha probablemente estaban en posesión de poco más de la mitad de todas las tierras de la región: unas 230 000 ha de un total aproximado de 447 000. Cifra notable, sobre todo si se hace notar que las haciendas locales posiblemente sólo ocupaban un cuarto (quizá mucho menos) del territorio disponible. El otro cuarto (quizá mucho más) estaba en manos de numerosos pequeños y medianos propietarios particulares.10 La propiedad comunal de la tierra en la meseta se encontraba, a grandes rasgos, dividida en tres principales partes. Cada una de esas partes, sostengo, respondía en buena medida a la peculiar configuración topográfica de la región: una mayor altitud sobre el nivel del mar respecto a regiones vecinas; la presencia de numerosos cerros y montañas boscosas; y la existencia de terrenos relativamente planos y aptos para el cultivo situados entre elevaciones montañosas.11 (…)

Dos leyes en conflicto

Este era, pues, el mundo (uno de ellos al menos) en el que los liberales pretendían intervenir y al que buscaban transformar desde muy temprano después de la independencia. La primera ley de reparto elaborada por el congreso de Michoacán fue publicada en 1827, acompañada al año siguiente de su reglamento.22 Sin embargo, la fragmentación y disputas políticas que caracterizaron a las décadas posteriores a 1821 frenaron en buena medida la aplicación de la primera política de reparto esbozada en aquellas primeras leyes.23 En 1851, el Congreso de Michoacán retomó el proyecto y expidió una segunda ley de reparto. Poco después, como se sabe, el gobierno federal, encabezado entonces por Ignacio Comonfort, elaboró su propia ley, la primera de alcance nacional y dirigida también contra las propiedades de la Iglesia.24 Ambas leyes, la del Congreso michoacano y la del ministro Lerdo, no tuvieron ningún efecto inmediato significativo en la meseta purépecha. La guerra civil que les siguió y el conflicto contra el ejército de Napoleón III y sus aliados conservadores mexicanos obligaron a los liberales a replantear sus prioridades.25

Independientemente de su limitado impacto inmediato, sin embargo, había diferencias sutiles, pero de fondo, entre la ley estatal y la federal, diferencias por lo demás ignoradas tanto por la tradición clásica como por la literatura reciente, a pesar de que a la postre resultaron ser cruciales cuando los liberales regresaron al poder en 1867. Si bien ambas leyes compartían el objetivo general de acabar con la propiedad comunal y tenían como blanco específico las tierras de común repartimiento y las tierras adicionales de cultivo y pastoreo, en realidad proponían cosas muy distintas y lo hacían desde posiciones diferentes e incluso discordantes.
Por un lado, la ley michoacana de 1851 prohibía expresamente que personas ajenas a las comunidades reclamaran como suyas tierras comunales. Todavía más, ordenaba de manera inequívoca que la división y el reparto de terrenos se hicieran de manera lo más igualitaria posible, esto es, proponía (salvo en casos excepcionales) que las tierras comunales fueran repartidas en porciones idénticas en tamaño y número a cada uno de los miembros de las comunidades. Así, la ley michoacana no sólo excluía a arrendatarios y pequeños y grandes propietarios del reparto, sino que buscaba equilibrar (terminar, de hecho) las desigualdades materiales existentes dentro de las comunidades, compensando a los miembros más vulnerables a expensas de los más favorecidos y con más y mejores tierras. Al menos en potencia, la ley estatal de reparto promovía -basada en un igualitarismo radical, aunque problemático- una reforma profunda no sólo de la propiedad, sino de la vida social, económica e incluso política de las comunidades.

La Ley Lerdo, por otro lado, estaba muy lejos de pretender algo similar. Su foco, a diferencia de la ley michoacana, no eran los miembros de las comunidades indígenas. En el centro de la ley federal estaban los usufructuarios y arrendatarios de tierras en general, sin importar su procedencia o pertenencia comunitaria. Al menos en la meseta purépecha, esto abría la posibilidad de que personas ajenas a las comunidades, en particular quienes arrendaban algunas de las tierras comunales adicionales, se apropiaran de los terrenos que usufructuaban.

La Ley Lerdo, por otro lado, tampoco decretaba nada parecido a un reparto de tierras igualitario. De hecho, en tanto que lo que realmente le importaba era convertir a los usufructuarios en propietarios, su aplicación no suponía alterar en lo más mínimo la distribución de la tierra (fuera desigual o no) tal cual existía ya dentro de las comunidades. En otras palabras, en contraste con la ley michoacana de reparto, no había en la Ley Lerdo ningún atisbo de impartir “justicia” o intención alguna de resarcir y compensar a los miembros más vulnerables de las comunidades. Comparada con la ley del estado de Michoacán, la Ley Lerdo no representaba ninguna amenaza sustancial al statu quo en una buena parte de las comunidades de la meseta purépecha -y más en especial, en la meseta baja, donde la diferenciación social dentro de las comunidades solía ser más notoria.26

Fuente: Historia Mexicana, El Colegio de México (CC BY-NC-ND 4.0)

Recursos

Notas

1. Para balances historiográficos véase Menegus, “La venta de parcelas”, pp. 71-78; SCHENK, “Muchas palabras”, pp. 215-227; MARINO, “La desamortización de las tierras”, pp. 33-43; KOURÍ, “Interpreting the Expropriation”, pp. 69-117; ESCOBAR y BUTLER, “Introduction”, pp. 33-76.
2. Así lo afirmaba el trabajo pionero (y, pese a sus desaciertos, todavía informativo y perspicaz) de MCBRIDE, The Land Systems, pp. 140-142 y 153-156. Véanse las también precursoras críticas al trabajo de McBride y otros autores pioneros como Frank Tannenbaum hechas por GUERRA, México: del Antiguo Régimen, pp. 473-496 y MEYER, “Haciendas”, pp. 477-509.
3. Mis propias pesquisas arrojan una cifra de alrededor de 150 publicaciones (entre libros, capítulos de libros y artículos de revistas académicas) salidos entre 1980 y 2015. Agradezco a Tatiana Pérez Ramírez haber compartido tanto los resultados de su búsqueda como su texto (aún inédito) “Tendencias en la historiografía sobre la desamortización de las tierras de los pueblos indígenas en México de 1856 a 1910”.
4. Cuestión señalada en su momento por MARINO, “La desamortización de las tierras”.
5. Para el Estado de México puede consultarse el aún fundamental estudio de Menegus, “Ocoyoacac”, pp. 33-78 y, más recientemente, los estudios de MARINO, “La modernidad a juicio”, pp. 237-264; CAMACHO PICHARDO, “Desamortización y reforma agraria”, pp. 287-310; y BIRRICHAGA y SALINAS SANDOVAL, “Conflicto y aceptación”, pp. 207-252. Para Oaxaca, el volumen colectivo de SÁNCHEZ SILVA (coord.), La desamortización civil; MENDOZA GARCÍA, Municipios, cofradías; y MENEGUS, La Mixteca Baja. Para las huastecas hidalguense y veracruzana, el estudio básico de ESCOBAR y SCHRYER, “Las sociedades agrarias”, pp. 1-21; ESCOBAR y GORDILLO, “¿Defensa o despojo?”, pp. 17-74. Para Jalisco, los también básicos trabajos de KNOWLTON, “La individualización”, pp. 24-61 y MEYER, “La Ley Lerdo”, pp. 189-212; más recientemente, GÓMEZ SANTANA y GÓMEZ SANTANA, “Mujeres y propiedad social”, pp. 545-563. Para Michoacán, el todavía importante artículo de KNOWLTON, “La división de las tierras”, pp. 3-25, y los agudos estudios de PURNELL, “‘With All Due Respect’”, pp. 85-121 y ROSEBERRY, “‘El estricto apego a la Ley’”, pp. 43-84; más recientemente, el texto de STAUFFER, “Community”, pp. 149-180.
6. Véanse al respecto las agudas reflexiones de Buve, “Un paisaje lunar”, pp. 121-151. Aunque a veces innecesariamente denso y embrollado, véase también el libro de MALLON, Peasant and Nation.
7. Para una síntesis véase ESCOBAR, Las estructuras agrarias y MENEGUS, Los indios en la historia. Aunque basado en el análisis de Inglaterra, Francia y Cataluña, el trabajo de CONGOST, “Property Rights”, pp. 73-106, es de gran utilidad para entender la complejidad histórica detrás de los derechos de propiedad sobre la tierra en su conjunto
8. Ejemplos destacados son FALCÓN, México descalzo; Purnell, “‘With All Due Respect’”; ESCOBAR y GORDILLO, “¿Defensa o despojo?”. Para una crítica al enfoque de las “estrategias” véase BOEHM, “Las comunidades de indígenas”, pp. 145-175. Véanse también las interesantes observaciones de THOMSON, “¿Convivencia o conflicto?”, pp. 205-237. Un reciente y espléndido intento por desagregar lo popular aplicado a las insurgencias de principios del siglo XIX puede verse en GRANADOS, En el espejo haitiano, pp. 31-55.
9. KOURÍ, A Pueblo Divided sigue siendo el trabajo más acabado que existe sobre el fin de la propiedad comunal a finales del siglo XIX y principios del XX. Véase también MENEGUS, La Mixteca Baja; MENDOZA GARCÍA, Municipios, cofradías; y ESCOBAR, “Estudio introductorio”, pp. 19-98.
10. Es sumamente difícil ofrecer cifras precisas con base en los registros documentales existentes y fuentes secundarias relevantes. Estas cantidades deben tomarse con cautela y sólo verse como un cálculo informado, pero en última instancia incierto, producto del cotejo de diversas fuentes elaboradas con posterioridad a la segunda mitad del siglo XIX. Véanse los indispensables trabajos de ACOSTA ESPINO y EMBRIZ OSORIO, “Territorios indios”, pp. 119-195, y EMBRIZ OSORIO, “Propiedad, propietarios, pueblos indios”, pp. 233-271. Igualmente útil es GARIBAY OROZCO y BOCCO VERDINELLI, Cambios de uso del suelo. Algunos datos valiosos fueron extraídos de AGN, FOP, Agricultura, “Inventario relativo a Estadística Agrícola. Michoacán, 1910”, leg. 2, c. 8, exp. v1.
11. Para descripciones de la época véase PÉREZ HERNÁNDEZ, Compendio de la geografía, pp. 28-35; VELASCO, Geografía y estadística, pp. 163-176.
22. Para la ley de 1827, véase COROMINA, Recopilación de leyes, vol. 2, pp. 61-62. Para el reglamento de 1828 véase COROMINA, Recopilación de leyes, vol. 3, pp. 29-35.
23. Hay, con todo, algunos indicios de repartos parciales en San Gabriel y en Los Reyes. Véase AGHPEM, SG, G, Hijuelas, Distrito de Uruapan, vol. 11, p. 155. Para una discusión de la transformación de las comunidades indígenas en Michoacán en la primera mitad del siglo XIX, véase CORTÉS MÁXIMO, “La desamortización de la propiedad indígena”, pp. 263-301; CORTÉS MÁXIMO, De repúblicas de indios, y GARCÍA ÁVILA, Las comunidades indígenas.
24. Para las discusiones de los legisladores en el Congreso de Michoacán previas a la promulgación de la ley de reparto de 1851 véase, AHCEM, AP, exp. 2, c. 14, Libro de Actas Públicas del Noveno Congreso no. 8. El contenido de la ley michoacana de reparto puede consultarse en COROMINA, Recopilación de leyes, vol. 11, pp. 195-205. Para la ley federal, véase el conocido volumen de LABASTIDA, Colección de leyes, pp. 4-5 y 9-13.
25. Al respecto véase el muy revelador intercambio entre el entonces gobernador de Michoacán, Gregorio Ceballos, y el ministro de Hacienda Miguel Lerdo de Tejada en COROMINA, Recopilación de leyes, vol. 11, pp. 164-166.
26. Para una discusión más detallada de las diferencias entre la Ley Lerdo y la ley michoacana de reparto, véase PÉREZ MONTESINOS, “Poised to Break”, pp. 156-162 y 182-184.

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